Jorge Benazar
Todavía era de noche cuando los canas descuajaron a patadas la puertita del altillo y, a prepo de tirones, puteadas y culatazos, levantaron por los pelos a los dos hombres que dormían. -¡Vestirse, carajo! -vociferó el que mandaba. Los otros desparramaban libros, hurgaban el mimeógrafo, desbarataban enseres de pobre y bolsiqueaban las pocas pilchas que colgaban de piolines y clavos. Ahí nomás, aturdidos, esposados y mal vestidos los arrearon a la Jefatura. Pablo Antonio Porta entró a las nueve en el cuarto deshecho. Nada de Constantini ni de Penina. Corrió al local de la Fora; lo prendieron a la media cuadra y lo metieron en el calabozo con los compañeros que buscaba. Por la tarde empezó el baile. Marcelino Calambé no anduvo con vueltas. -Así que vos sos... Victorio Constantini. ¿Vos escribiste esta mierda? ¡Contestá, carajo! -No sé quién lo escribió -alcanzó a decir el preso antes del primer cachetazo en la oreja izquierda. El jefe de la División Orden Social de la Policía cambió de mano los volantes que sostenía en la zurda, cerró el puño y golpeó la otra oreja. -¡Hablá, comunista de mierda! ¿Quién lo escribió? -Calambé preguntaba y pegaba, pegaba y preguntaba, duras las cerdas negras del pescuezo, tieso el bigote finito. El preso gritó pero no habló. Para interrogar a Porta -por cansancio, por higiene o por afición al método- Calambé prefirió el talero. Con la lonja lo sobó por el costillar; con el cabo le curtió los riñones y le enderezó las canillas. Porta, blanco de espanto, se desmayó dos veces y lo mejoraron con baldazos de agua. No sirvió; ya ni lloraba. Tres días antes, al sonar "la hora de la espada" que reclamaba Leopoldo Lugones, el general José Félix Uriburu había volteado al presidente Hipólito Yrigoyen, el 6 de septiembre de 1930. Estado de sitio, ley marcial, juicios sumarísimos y pena capital para quienes alteraran el orden de las bayonetas. La Liga Patriótica festejaba y los trabajadores anarquistas de la Federación Obrera Regional Argentina dudaban sobre qué hacer. Algunos militantes de la Fora rosarina -tarde, mal o como pudieron- habían salido al cruce del golpe con pintadas y manifiestos. -¡Traigan al otro! -ordenó el jefe. Ahí estaba Joaquín Penina, esposado a una silla de fierro. -¿Así que sos anarquista vos? -Sí, soy anarquista. -Puta que hablás raro che. ¿Y de dónde sos? -Vine de España, de Barcelona. -Decime ya quién escribió esta mierda o te hago cagar a tiros. -No sé -Penina no dijo más. Calambé se hartó de pegarle. El 10 de septiembre, desde la madrugada hasta el mediodía, otra vez los molieron bien a palos. Se dice que los tres resistieron y que ninguno habló. Después, cada quien a su suerte, no volvieron a verse. Porta regresó a España y Constantini recaló en el Uruguay cuando les dejaron elegir entre el paredón y el exilio. Penina quedó en Rosario, sepultado como NN en la fosa 540 del solar dos del cementerio La Piedad. Porque esa noche, tres soldados y un oficial del Ejército lo clavaron a las barrancas del Saladillo con siete tiros de pistola. Antes de las diez y media de la noche, la caravana arrancó hacia el sur, a Pueblo Nuevo. En el camión cerrado, que rechinaba a los barquinazos sobre el empedrado grueso, al subteniente Jorge Rodríguez le sudaban los sobacos y lo atravesaban los escalofríos. Hacia el fin del invierno, "la noche era suavemente fresca, de una luna fuerte que por momentos ocultaban las nubes; una noche más para soñar que para morir", recordaría. La orden era matar. No sabía a quién ni lo había visto; el reo, callado y quieto, tal vez dormido, viajaba en su celdilla ciega. Joaquín Penina dormía, tal vez, y acaso soñaba con peces y con ríos. Con el Llobregat de su infancia, a medio rumbo hacia el mar, y con sus peces plateados, pequeños y trémulos. O con el río enorme de aquí, que tanto lo asombraba. Los autos pararon y ya no hubo sueños. Bajó el subteniente Rodríguez, bajaron los soldados, bajó Joaquín Penina con las manos esposadas a la espalda y supo que iba a morir ahí nomás, cerquita de ese arroyo más oscuro y más caudaloso que su río Llobregat. Un cabo lo puso donde alumbraban los faros de los coches. La orden era matarlo con pistolas. Joaquín Penina se plantó frente a los focos. Dos años después, el subteniente Rodríguez contaría así la ejecución: "-¡Carguen! -ordené a la tropa. Penina dio medio paso y se enderezó. "-¡Apunten! "-¡Viva la anarquía! -gritó con pronunciado acento catalán. Su voz era templada. No vi temor en él. "-¡Fuego! -ordené sin ver ya nada. Tres tiros. "Dobló las rodillas y se inclinó hacia adelante. No quise prolongar su agonía y, sin mirar ni apuntar, hice fuego hacia él. Dos soldados hicieron fuego también. El ejecutado redobló su gemido, se encogió más y más y cayó para siempre. "Salí al frente del pelotón hasta colocarme a unos dos pasos del caído. Aún temblaba en el polvo pero ya no gemía. Sin mirar casi, tiré. Parece que no le di porque sentí una voz que me dijo: "-¡A la cabeza! "Tiré de nuevo y el reo quedó inmóvil. Fui hasta mi capitán y le dije: "-He cumplido la orden".
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