Sergio Faletto / La Capital
Otro Mundial que comienza y la pasión argentina ya se siente en las calles. En las mismas calles donde los carteles publicitarios invitan a palpitar el juego de la selección nacional. Pero también en las mismas calles por las que transitan miles de compatriotas aferrados a la ilusión de encontrar en las bolsas de residuos el sustento diario. Quienes seguramente no podrán acompañar al seleccionado con su aliento en el horario inusual que impone el Lejano Oriente, porque por esas horas están abocados a sobrevivir. El temprano despertar de muchos para ver el equipo de Marcelo Bielsa se producirá en simultáneo con el viejo padecer de otros tantos, razón por la cual será fundamental para el futuro del país que la Nación no permita una vez más la utilización política de un Mundial, porque los antecedentes señalan con claridad que esa manipulación resulta nefasta para el interés general. En la memoria, por suerte, todavía están latentes las imágenes del Mundial 78, época en la que Argentina padecía la aniquilación de los derechos constitucionales. Las entidades representativas habían sido borradas, el sistema judicial desactivado, la actividad sindical prácticamente eliminada, todo en pos de un terrorismo de Estado sofisticado, el que dejaría un triste saldo en crímenes de lesa humanidad y de destrucción económica (ver página 4). Los militares siguieron usurpando el poder y llega 1982. Ya a esa altura los hombres del Proceso transitaban una feroz interna en un país a la deriva por la debacle económica. El Mundial de España estaba a la vuelta de la esquina y el dictador de turno, Leopoldo Fortunato Galtieri, embarca a la Argentina en otra aventura siniestra: intentar recuperar las islas Malvinas. Fue paradójico vivir este capítulo en el que mientras cientos de soldados argentinos perdían sus vidas en una guerra sin sentido, la selección participaba de la "fiesta del fútbol" sin siquiera evaluar la posibilidad de no hacerlo, pese a que en el país surgió el debate al respecto. La guerra se perdió y la selección fracasó en España. Esta vez ni el fútbol ni la trasnochada aventura guerrera de un general pudieron ser utilizadas para tapar asesinatos, negociados y corrupción. Más allá de que estos ejemplos citados no tengan punto de comparación, es menester recordar que no sólo las dictaduras se aprovechan de la distracción que origina un acontecimiento deportivo para ejecutar políticas antipopulares. También las democracias recurren a este método. En 1986, luego de los tres primeros años de la restauración democrática, el gobierno de Raúl Alfonsín ingresaba en una pendiente sin solución. El plan Austral del ministro de Economía Juan Vital Sorrouille sucumbió y el país ya estaba inmerso en una crisis que daba origen a un sostenido incremento de la inflación, la que devoraba el poder adquisitivo de los argentinos. Las huelgas y el malestar militar jaqueaban la gestión de Alfonsín, cuya imagen política se diluía como el valor de la moneda. Pero llegó otro Mundial de fútbol, esta vez en México, y el fervor popular llegó a su máxima expresión cuando el equipo de Carlos Bilardo, con Diego Maradona como conductor, derrotó en una emotiva final a Alemania. Suficiente para "olvidarse" por un tiempo de los problemas cotidianos. Algo similar a lo que le ocurrió al propio México. La situación, que obligó a Alfonsín a quedarse en el país y enviar a tierra azteca como representante de su gobierno al ministro Conrado Storani, quedó disimulada por unos meses. Pero luego la realidad se devoró al exitismo deportivo y la hiperinflación sacudió al gobierno, que tuvo que anticipar las elecciones. En 1989 las urnas depositaron a Carlos Menem en el poder. Unos meses después, ya en 1990, las primeras medidas del ex gobernador riojano fueron totalmente contrarias a las promesas electorales llamadas "revolución productiva" y "salariazo". Las pequeñas y medianas empresas se quedaban afuera de competencia y en ese momento nacieron los actuales índices de desocupación. Pero, como siempre, todo vale cuando una Copa del Mundo se disputa. Los ojos de millones de argentinos estaban puestos en los televisores que devolvían los penales que atajaba Sergio Goycoechea en Italia, los que permitían avanzar al equipo de Bilardo y también prorrogar el plazo de distracción que tanto necesitaba el presidente Menem. En esa oportunidad las lesiones de Maradona y Caniggia preocupaban más que las protestas de los miles de obreros y empleados que ya se quedaban sin trabajo por las "seductoras inversiones extranjeras". Pero esta vez la final del Mundial, también frente a Alemania, fue derrota. Un resultado tan adverso en lo deportivo como inoportuno para los planes oficialistas. Por eso se instrumentó desde el gobierno "la recepción patriótica" a la delegación albiceleste. Y se preparó el balcón de la Casa Rosada para la fiesta de ocasión. Y aquí no se cuestiona la movilización espontánea de los hinchas, pero sí la utilización política de esta expresión que sólo el fútbol provoca. En 1994, la sorpresiva marginación de Maradona del Mundial de Estados Unidos por el doping positivo entristeció a la población mucho más que las denuncias de corrupción que caían sobre el gobierno de Menem. La sospecha de la traición que habría orquestado la Fifa de Joao Havelange para "borrar al Diego" generaba más indignación que la falta de transparencia en las privatizaciones de las empresas estatales. Por entonces, Maradona era un símbolo argentino mucho más importante que YPF. Se podía entregar YPF, pero nunca al Diez. Y en 1998, durante la Copa del Mundo jugada en Francia, la expulsión de Ariel Ortega frente a Holanda gravitó en la consideración general con mayor impacto que la exorbitante marginalidad que provocaba la política neoliberal del último mandato de Menem. El gol de los holandeses que eliminó al conjunto de Passarella caló más hondo en la sensibilidad popular que el desproporcionado incremento de los habitantes de las villas miserias. Y mucho más que la mentira sistemática de un gobierno que en su afán de introducir a la Argentina en el Primer Mundo dejó afuera del sistema a una gran mayoría de sus habitantes. Y después vino Fernando de la Rúa, pero el abúlico mandatario radical no tuvo la posibilidad de "disponer" de un Mundial para disimular su alarmante inoperancia. Y así Antonito, el hijo del ex presidente, se quedó sin la chance de proponer a Shakira como madrina de la selección. El presidente Eduardo Duhalde tuvo mejor suerte. El sí tendrá la chance de capitalizar el temprano despertar de un pueblo por el Mundial de Corea-Japón para adormecer la atención en la grave realidad que vive la Argentina. Algunas fuentes allegadas a la Casa Rosada sostienen que el gobierno no ve la hora de que empiece a rodar la pelota en el suelo nipón. Y hasta eleva el ruego para que el seleccionado llegue a la final y conquiste el tercer título universal. Suponen que esto sería ideal para aplacar los ánimos y así terminar el mandato. Independientemente de poder solucionar o no los problemas que jaquean la paz social. Lo que está en duda es si existe margen para que lo puedan hacer. Porque en esta ocasión un tanto de Batistuta podrá llenar la boca de gol pero no bastará para llenar el estómago de tantos indigentes. Está claro que muchos argentinos no podrán saltar en el festejo de una conquista albiceleste porque estarán detrás de la utopía de conseguir uno de los pocos empleos que se reflejan en los avisos clasificados. Y otros miles quizás celebren una victoria en Japón golpeando con energía la cacerola de mil manifestaciones, la misma que harán sonar durante el día para seguir reclamando el dinero que les robaron de los bancos. Será materia de comprobación si el falso nacionalismo que pregonan determinadas publicidades contagia a la gente. Varios avisos comerciales fomentan un sentimiento patriótico que nada tiene que ver con un partido de fútbol. Un gol argentino es importante por la alegría que origina, pero no es vital como una gestión de gobierno que termine con la injusticia social en el país. Sería oportuno que ese sentimiento patriótico se lo inculquen a muchos legisladores y funcionarios, porque si ellos actuaran en beneficio de la mayoría se podría festejar con mayor plenitud un éxito deportivo, como también asimilar sin tanta angustia un fracaso futbolístico. Pero el gobierno, al igual que los anteriores, tratará de sacar provecho del Mundial. Más allá de que Argentina esté en el corralito de la pobreza. Aunque la intención gubernamental dependerá del resultado que el pueblo obtenga en el partido que jugarán la conciencia y la pasión, en el que el sentido común tendrá la responsabilidad de señalar que un Mundial de fútbol no es más que eso, que lógicamente se desea ganar, pero que no convertirá en mágico lo cotidiano, porque en la Argentina la vida fue devaluada hasta el riesgo de su propia existencia. Otro Mundial comienza. En Japón todos tratarán de ganarnos. En Argentina algunos querrán distraernos para quitarnos la pelota de la realidad. Es el momento de reflejar capacidad individual y colectiva para no perder. Ni allá, ni acá. Ojalá que la selección se quede con el título. Y que la Nación recupere la dignidad. Sólo así podremos festejar todos juntos.
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