| | cartas Nos asustan para salvarse
| Entre tanta desesperanza existe un destello, como una chispa en medio de la noche que nos está haciendo despertar del letargo. Me refiero a los cacerolazos, ellos son la muestra palpable de que una guerra civil o una salida fuera de los designios constitucionales son de todo ángulo improbable (si no imposible). Ninguna sociedad que espontáneamente se muestra tan unida detrás de un fin puede estar dispuesta a perderse en una carnicería o a recurrir a quienes en el pasado con un repugnante sentido del heroísmo se arrogaron prerrogativas y representaciones que la comunidad internacional en un contubernio mafioso se dispuso a respetar. El cacerolazo debe ser entendido como un grito sagrado, no respetarlo debe entenderse como la negación de la libertad y de la dignidad. Quienes agitan el fantasma de una guerra civil o un golpe de Estado son los interesados en preservar sus prebendas. Los que quieren que todo quede como hasta ahora, quieren evitar que el pueblo se ponga de pie, dicen que es peligroso. El poder es orden, y el legítimo dueño del poder es el pueblo. A falta de autoridades por él designadas el poder vuelve al pueblo es un permiso que los ciudadanos otorgamos temporalmente y es legítimo usarlo para repudiar y exigir que cese todo acto que vulnere nuestros derechos. Por eso, los cacerolazos son una esperanza, demuestran que nuestra sociedad está todavía palpitando y no está enferma de una corrupción estructural. Si quieren recomponer la confianza, deben saber primero que la confianza reposa en la alianza del pueblo de una Nación y su Constitución. Lo que los argentinos reclamamos es el retorno a la verdadera democracia y a la ley. Fernando Díaz Pacífico
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