Año CXXXV
 Nº 49.383
Rosario,
jueves  07 de
febrero de 2002
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Reflexiones
Este mundo de la injusticia globalizada

José Saramago / El País de Madrid (*)

Comenzaré por contar en brevísimas palabras un hecho notable de lavida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia hacemás de cuatrocientos años. Me permito solicitar toda su atención paraeste importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lohabitual, la moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que esperar al final del relato; no tardará nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando los cultivos, entregadocada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito se oyó sonar lacampana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de algosucedido en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces a lo largodel día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, peroaquella campana tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí erasorprendente, puesto que no constaba que alguien de la aldea seencontrase a punto de fenecer. Salieron por lo tanto las mujeres a lacalle, se juntaron los niños, dejaron los hombres sus trabajos y menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el atrio dela iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían llorar. Lacampana siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló. Instantes después se abría la puerta y un campesino aparecía en el umbral. Pero,no siendo éste el hombre encargado de tocar habitualmente la campana,se comprende que los vecinos le preguntasen dónde se encontraba el campanero y quién era el muerto. "El campanero no está aquí, soy yoquien ha hecho sonar la campana", fue la respuesta del campesino. "Pero,entonces, ¿no ha muerto nadie?", replicaron los vecinos, y el campesinorespondió: "Nadie que tuviese nombre y figura de persona; he tocado a muerto por la Justicia, porque la Justicia está muerta".
¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del lugar (algún conde omarqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo cambiando de sitiolos mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la pequeña parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. Elperjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse ala protección de la justicia. Todo sin resultado; la expoliación continuó.
Entonces, desesperado, decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene eltamaño exacto del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la muertede la Justicia. Tal vez pensase que su gesto de exaltada indignaciónlograría conmover y hacer sonar todas las campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres, que todas ellas, sin excepción,lo acompañarían en el toque a difuntos por la muerte de la Justicia, y nocallarían hasta que fuese resucitada. Un clamor tal que volara de casa encasa, de ciudad en ciudad, saltando por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y mares, por fuerza tendría quedespertar al mundo adormecido... No sé lo que sucedió después, no sési el brazo popular acudió a ayudar al campesino a volver a poner los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta la Justicia, volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la triste vida de todos los días. Es bien cierto que la historia nunca nos lo cuenta todo...
Supongo que ésta ha sido la única vez, en cualquier parte del mundo, enque una campana, una inerte campana de bronce, después de tanto tocarpor la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia. Nuncamás ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de Florencia, masla Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en esteinstante en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de nuestra casa, alguien la está matando. Cada vez que muere, es como si al final nunca hubiese existido para aquellos que habían confiado en ella, para aquellosque esperaban de ella lo que todos tenemos derecho a esperar de laJusticia: justicia, simplemente justicia. No la que se envuelve en túnicasde teatro y nos confunde con flores de vana retórica judicial, no la que permitió que le vendasen los ojos y maleasen las pesas de la balanza, nola de la espada que siempre corta más hacia un lado que hacia otro, sinouna justicia pedestre, una justicia compañera cotidiana de los hombres, una justicia para la cual lo justo sería el sinónimo más exacto y rigurosode lo ético, una justicia que llegase a ser tan indispensable para lafelicidad del espíritu como indispensable para la vida es el alimento delcuerpo. Una justicia ejercida por los tribunales, sin duda, siempre que aellos los determinase la ley, mas también, y sobre todo, una justicia quefuese emanación espontánea de la propia sociedad en acción, una justiciaen la que se manifestase, como ineludible imperativo moral, el respeto por el derecho a ser que asiste a cada ser humano.
Pero las campanas, felizmente, no doblaban sólo para llorar a los quemorían. Doblaban también para señalar las horas del día y de la noche,para llamar a la fiesta o a la devoción a los creyentes, y hubo un tiempo,en este caso no tan distante, en el que su toque a rebato era el queconvocaba al pueblo para acudir a las catástrofes, a las inundaciones y alos incendios, a los desastres, a cualquier peligro que amenazase a lacomunidad. Hoy, el papel social de las campanas se ve limitado al cumplimiento de las obligaciones rituales y el gesto iluminado delcampesino de Florencia se vería como la obra desatinada de un loco o,peor aún, como simple caso policial. Otras y distintas son las campanasque hoy defienden y afirman, por fin, la posibilidad de implantar en elmundo aquella justicia compañera de los hombres, aquella justicia que escondición para la felicidad del espíritu y hasta, por sorprendente quepueda parecernos, condición para el propio alimento del cuerpo. Sihubiese esa justicia, ni un solo ser humano más moriría de hambre o de tantas dolencias incurables para unos y no para otros. Si hubiese esajusticia, la existencia no sería, para más de la mitad de la humanidad, lacondenación terrible que objetivamente ha sido. Esas campanas nuevascuya voz se extiende, cada vez más fuerte, por todo el mundo, son losmúltiples movimientos de resistencia y acción social que pugnan por elestablecimiento de una nueva justicia distributiva y conmutativa que todoslos seres humanos puedan llegar a reconocer como intrínsecamente suya;una justicia protegida por la libertad y el derecho, no por ninguna de susnegaciones. He dicho que para esa justicia disponemos ya de un códigode aplicación práctica al alcance de cualquier comprensión, y que esecódigo se encuentra consignado desde hace cincuenta años en laDeclaración Universal de los Derechos Humanos, aquellos treinta derechos básicos y esenciales de los que hoy sólo se habla vagamente,cuando no se silencian sistemáticamente, más desprestigiados ymancillados hoy en día de lo que estuvieran, hace cuatrocientos años, lapropiedad y la libertad del campesino de Florencia.
Y también he dichoque la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tal y como estáredactada, y sin necesidad de alterar siquiera una coma, podría sustituir con creces, en lo que respecta a la rectitud de principios y a la claridadde objetivos, a los programas de todos los partidos políticos del mundo,expresamente a los de la denominada izquierda, anquilosados en fórmulas caducas, ajenos o impotentes para plantar cara a la brutalrealidad del mundo actual, que cierran los ojos a las ya evidentes ytemibles amenazas que el futuro prepara contra aquella dignidad racionaly sensible que imaginábamos que era la aspiración suprema de los sereshumanos. Añadiré que las mismas razones que me llevan a referirme enestos términos a los partidos políticos en general, las aplico igualmente a los sindicatos locales y, en consecuencia, al movimiento sindicalinternacional en su conjunto. De un modo consciente o inconsciente, eldócil y burocratizado sindicalismo que hoy nos queda es, en gran parte,responsable del adormecimiento social resultante del proceso de globalización económica en marcha. No me alegra decirlo, mas nopodría callarlo. Y, también, si me autorizan a añadir algo de mi cosecha particular a las fábulas de La Fontaine, diré entonces que, si nointervenimos a tiempo -es decir, ya- el ratón de los derechos humanosacabará por ser devorado implacablemente por el gato de la globalización económica.
¿Y la democracia, ese milenario invento de unos atenienses ingenuospara quienes significaba, en las circunstancias sociales y políticasconcretas del momento, y según la expresión consagrada, un Gobiernodel pueblo, por el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar apersonas sinceras, y de buena fe comprobada, y a otras que tieneninterés por simular esa apariencia de bondad, que, a pesar de ser unaevidencia irrefutable la situación de catástrofe en que se encuentra lamayor parte del planeta, será precisamente en el marco de un sistemademocrático general como más probabilidades tendremos de llegar a la consecución plena o al menos satisfactoria de los derechos humanos.
Nada más cierto, con la condición de que el sistema de gobierno y degestión de la sociedad al que actualmente llamamos democracia fueseefectivamente democrático. Y no lo es. Es verdad que podemos votar,es verdad que podemos, por delegación de la partícula de soberanía que se nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a través deun partido, escoger nuestros representantes en el Parlamento; es cierto,en fin, que de la relevancia numérica de tales representaciones y de las combinaciones políticas que la necesidad de una mayoría impone,siempre resultará un Gobierno.
Todo esto es cierto, pero es igualmente cierto que la posibilidad de acción democrática comienza y acaba ahí. El elector podrá quitar del poder a un Gobierno que no le agrade y ponerotro en su lugar, pero su voto no ha tenido, no tiene y nunca tendrá un efecto visible sobre la única fuerza real que gobierna el mundo, y por lotanto su país y su persona: me refiero, obviamente, al poder económico,en particular a la parte del mismo, siempre en aumento, regida por las empresas multinacionales de acuerdo con estrategias de dominio quenada tienen que ver con aquel bien común al que, por definición, aspira lademocracia.
Todos sabemos que así y todo, por una especie deautomatismo verbal y mental que no nos deja ver la cruda desnudez delos hechos, seguimos hablando de la democracia como si se tratase dealgo vivo y actuante, cuando de ella nos queda poco más que unconjunto de formas ritualizadas, los inocuos pasos y los gestos de una especie de misa laica. Y no nos percatamos, como si para eso nobastase con tener ojos, de que nuestros Gobiernos, esos que para bien opara mal elegimos y de los que somos, por lo tanto, los primeros responsables, se van convirtiendo cada vez más en meros comisariospolíticos del poder económico, con la misión objetiva de producir lasleyes que convengan a ese poder, para después, envueltas en los dulcesde la pertinente publicidad oficial y particular, introducirlas en el mercado social sin suscitar demasiadas protestas, salvo las de ciertas conocidas minorías eternamente descontentas...
¿Qué hacer? De la literatura a la ecología, de la guerra de las galaxias alefecto invernadero, del tratamiento de los residuos a las congestiones detráfico, todo se discute en este mundo nuestro. Pero el sistema democrático, como si de un dato definitivamente adquirido se tratase, intocable por naturaleza hasta la consumación de los siglos, ése no se discute. Mas si no estoy equivocado, si no soy incapaz de sumar dos ydos, entonces, entre tantas otras discusiones necesarias o indispensables,urge, antes de que se nos haga demasiado tarde, promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia, sobre laintervención de los ciudadanos en la vida política y social, sobre lasrelaciones entre los Estados y el poder económico y financiero mundial,sobre aquello que afirma y aquello que niega la democracia, sobre elderecho a la felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la humanidad o, hablando con menos retórica, de lossimples seres humanos que la componen, uno a uno y todos juntos. Nohay peor engaño que el de quien se engaña a sí mismo. Y así estamos viviendo.
No tengo más que decir. O sí, apenas una palabra para pedir un instantede silencio. El campesino de Florencia acaba de subir una vez más a la torre de la iglesia, la campana va a sonar. Oigámosla, por favor.
(*) Premio Nobel de Literatura. Este texto fue leído en la clausura del Foro Mundial Social reunido en Porto Alegre (Brasil).


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