Año CXXXV
 Nº 49.363
Rosario,
sábado  19 de
enero de 2002
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Imágenes de un hombre

Juan Cruz (*)

La enfermedad y el silencio. En esa ocasión -finales de los sesenta, en Tenerife- llegó del avión con el pelo recién lavado, entró como si viniera de un trasatlántico, moviendo sus piernas flacas y blancas dentro de un traje que ya presagiaba el cuerpo de un hombre gordo, y empezó a abrazar a sus viejos amigos, José Arozena, que con él fundó el primer Premio Alfaguara -fundó Alfaguara, con su hermano Jorge-, y el crítico Domingo Pérez Minik. Venía resfriado y así se fue al hotel, maldiciendo el tiempo y la salud; en el hotel tuvo miedo, se despidió rápidamente de sus amigos, "no puedo más, este catarro", y no quiso un médico, sino compañía. Nos pidió que subiéramos con él. "Habla, habla y habla, no me dejes solo, y no dejes de hablar". "Si es un simple resfriado, no se asuste". "Nunca se sabe con la enfermedad. Tú habla, aunque yo duerma, tú habla".
Empezó a desvestirse, abrió la cama con la mano del que ha viajado mucho por todos los hoteles, palpó la almohada, "está bien, de buena calidad, léeme algo", y se dispuso a dormitar. Yo callé. "¡No calles! ¡Te he dicho que hables, no pares de hablar, no se puede estar enfermo y en silencio!". Miraba con los ojos por encima de la manta, y despojado de sus gafas, esos ojos inquisidores parecían los de un hombre que perdió el destino, como un caballo hermoso asustado en la oscuridad; tomó de la mesilla una libretita minúscula, que había sacado de una cartera vieja, y sobre ella se puso a escribir -"¡Tú habla!"- con el dedo curvo que fue la consecuencia de su esforzada artesanía. ¿Qué escribe, don Camilo? Era un hombre aún muy joven, pero ya era don Camilo desde hacía mucho tiempo, y exhalaba en el ambiente la sensación de que en algún instante su carácter podía ser un terremoto. En ese momento, asustado por la enfermedad y el silencio, tomaba la pluma para contar el miedo. "Escribo una novela, qué voy a hacer. Oficio de tinieblas 5, y se llama cinco porque antes de este título otros tuvieron la misma ocurrencia, como Alfonso Sastre. ¿Qué más quieres saber?". No, nada, ya me voy. "Tú habla". Tenía miedo a la soledad y al silencio y lo contaba callando, como si quisiera que detrás de esa puerta de madera que le recluía del mundo los demás pensaran que simplemente estaba escribiendo un libro y tan sólo un poco resfriado. "Estos pulmones. Tú sigue hablando". Días después vino Charo, su primera mujer, y su presencia relevó la del periodista que fue en ese instante el enfermero de un hombre temeroso y solitario.
Al caer la tarde. A mediados de los ochenta, en Guadalajara, cerca de su amigos Manu Leguineche, Paco García Marquina y María Antonia Velasco, el que luego iba a ser premio Nobel de Literatura vivía alejado del mundo, como si ese terremoto que anunciaba para otros hubiera caído sobre él y estuviera esperando que los nubarrones no fueran los de una tormenta de soledad. Había conocido a Marina Castaño, la periodista gallega que luego habría de ser su segunda mujer, y, aun antes de que esa fuera una relación estable y ya definitiva, los que le rodeaban percibían que había un cambio radical en su manera de afrontar los días, pero sobre todo había esa esencia de soledad con la que la noche se avecina sobre los que temen la oscuridad del silencio. Entonces llamaba a esos amigos y a otros, para que hiciéramos ruido a su alrededor, y a veces llamaba a gente de este mismo periódico, como su amigo Joaquín Vidal, José Miguel Larraya o este mismo cronista, que le conoció precisamente cuando la enfermedad y el silencio, o la soledad, fueron la amenaza que quería ahuyentar con los sonidos ajenos. Buscó ese ruido y lo halló, y al final halló todos los ruidos, solemnes o no, a favor y en contra, pero siempre tuve en la memoria aquel primer momento del miedo del escritor a estar sin nadie.
El ruido. El Nobel fue el detonante de un ruido que ya no paró. En medio de ese ruido hubo de todo, y salió en la prensa, todo el mundo puede hacer historia de cómo se fueron rompiendo silencios hasta llegar a ser su retrato el de un hombre que caminaba hablando. Ayer contaba su amigo Carlos Casares que comió mucho pulpo, con mucho apetito, en su última jornada gallega; vital y exuberante, luego Casares le llevó a la cama, a hacer la siesta, y entonces este hombre que tanta voz tenía sacó del miedo su identidad más íntima y le señaló el respirador que le acompañaba como el espectador de su miedo, la tremenda evidencia de la edad y de los días. El miedo a quedarse sin aire y solo, sin ruido alrededor, en el terrible silencio que precede a la muerte.

(*) El País - Madrid


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