Todo comenzó con un "chocolate". Los testigos coinciden: el artefacto, teóricamente inocuo, fue accionado en la calle y el efecto se extendió en seguida por entre todos los puestos de venta de juegos pirotécnicos.
Según el vendedor Augusto Vega, tres irresponsables explotaron el "chocolate". Les pareció gracioso asustar con el estruendo a las decenas de personas que estaban en el lugar. Las chispas alcanzaron otros puestos con pólvora y en pocos instantes el escenario era dantesco.
Los bomberos tardaron. No es fácil llegar rápido a ese espacio, en las muy concurridas calles Cusco y Andahuaylas, pleno centro de Lima, a unos 600 metros de Palacio de Gobierno. Las vías son estrechas y el tráfico demasiado intenso. Avanzar una cuadra en automóvil puede llevar gran tiempo, en especial en las llamadas "horas pico".
Eran las 19 y el centro de Lima ardía. Primero fueron los edificios de galerías Mina de Oro y Lucero, luego otros y también las viviendas próximas, todas de gente pobre. Las llamas se tomaron las calles y convirtieron en teas a peatones y pasajeros de automóviles, sobre todo taxis.
Enjaulados
En un par de edificios de galerías los guardias cerraron las puertas porque temían que la multitud aprovechara para saquear los puestos. Así, enjauladas por una de esas decisiones que jamás encuentran explicación lógica, murieron decenas de personas.
Todo era un infierno. Muchos saltaron por ventanas desde pisos altos en busca de una salvación imposible o al menos de una muerte no tan atroz. Los niños que habían ido con sus padres a comprar los juegos pirotécnicos que usarían en Año Nuevo quedaron carbonizados.
Y en medio de la catástrofe, emergían como siempre los héroes anónimos, como Dennis Vargas, humilde obrero que dominó sus nervios y entró en los locales para ayudar a salir a la gente. Dicen que sacó a más de 30. Después dio algunas declaraciones y se fue a casa.
Cuatro cuadras ardieron. Pudieron ser más, de no mediar la acción de los bomberos voluntarios. Se necesitaron seis horas para dominar el fuego. Y paciencia y fuerza para parar a los desalmados que aprovechaban el caos para robar.
Ayer, el Perú conmovido veía como los cadáveres quedaban reducidos a bolsas de plástico que se trasladaban sin mayores contemplaciones a la morgue en tétricos camiones. Allí se registraban escenas dolorosas durante el reconocimiento.
Lo más increíble es que la tragedia, al margen de las dimensiones, no sorprendió. Abundan los artículos de prensa que alertaban del peligro. Incluso, más allá de la pólvora, la zona era de gran riesgo por la masiva presencia de gente, sumada a la carencia de medidas de emergencia y de vías de evacuación.
La Municipalidad de Lima varias veces intentó poner un freno, pero encontró siempre la oposición de los comerciantes, incluso mediante la fuerza física, y entonces se dejó que todo continuara igual. Y la gente seguía yendo al lugar a comprar ropa, juguetes, víveres, hasta electrodomésticos. Los precios, de tan bajos, no tenían comparación.
El peligro crecía en diciembre porque muchos comerciantes se pasaban al rubro de los juegos pirotécnicos. Los peruanos, como tantos otros, sienten un extraño placer en reventar pólvora en Navidad y Año Nuevo y la demanda era masiva. Las bodegas, entonces, se convertían literalmente en un polvorín. Así, lo de ayer no fue extraño. Lo extraño es que no hubiera pasado antes.
El Ministerio del Interior incautó ayer más de 50 kilos de productos pirotécnicos, a una cuadra de la tragedia. El ministro Fernando Rospigliosi mostró a la prensa una caja con los artefactos, prohibidos desde ayer, encontrados en los pasillos de un local comercial.
Los importadores de artefactos pirotécnicos adquirieron 900 toneladas para la campaña navideña y de fin de año, pero la Municipalidad limeña sólo pudo incautar cinco toneladas de ellos, en virtud a una disposición del concejo capitalino. (DPA)