Sebastián Riestra
Y la gente volvió a salir. Ya lo había advertido durante los días que precedieron a la renuncia de Fernando de la Rúa. Anoche, de nuevo, aquellos que tradicionalmente permanecían en sus casas esperando el curso de los acontecimientos volvieron a tomar la sartén por el mango. Es decir, las cacerolas. La reacción fue espontánea, sorpresiva, velocísima. Se produjo a la mejor manera de una avalancha. Primero fue uno, después dos, luego una decena, de inmediato cientos. Y todos convergieron hacia los puntos clave de la ciudad de Buenos Aires con un mismo objetivo, con una bandera común. Querían ser escuchados. Reclamaban -eso sí, con ejemplar corrección y sentido cívico- que sus estentóreos reclamos fueran, de una vez por todas, atendidos. Quienes conducen el país deberán estar muy atentos. Se enfrentan, y en cierto modo son sus hijos, con un fenómeno nuevo. Las voces son unánimes, y reúnen en un coro multitudinario a hombres y mujeres, a ancianos y jóvenes. La demanda colectiva no deja lugar a dudas: transparencia, idoneidad, espíritu de servicio. Y la dirigencia no puede darse el lujo de continuar sumida en la sordera. Porque la impugnación masiva que se reiteró en la medianoche de ayer y la madrugada de hoy da a entender, con absoluta contundencia, que no abundan las excepciones al duro y general cuestionamiento. Se abre una oportunidad, acaso, histórica para la Argentina. Lo mejor de un país pasa por una ciudadanía movilizada y dispuesta a defender sus derechos con armas legítimas, emanadas de la saludable experiencia que confiere el ejercicio de la democracia. Ojalá que quienes tienen la responsabilidad de ejercer las trascendentales funciones ejecutiva y legislativa se encuentren, por fin, a la altura de sus representados.
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