Otra vez. Como si las imágenes de la televisión retrocedieran en el tiempo, los argentinos observaron en las pantallas cómo la República se desangraba en un explosiva mezcla de hambre, represión y vacío de poder. Los saqueos y los desmanes devolvieron recuerdos de la hiperinflación y del final del gobierno radical de Raúl Alfonsín; la represión en la Plaza de Mayo de la Guerra de Malvinas; y, por último, el helicóptero sobrevolando los cielos de Buenos Aires del golpe de Estado de 1976 y la destitución de María Estela Martínez de Perón.
Los peores presagios eran vehiculizados desde la semana pasada por los medios de comunicación sin que el gobierno nacional se diera por aludido, inmerso en su dicotómica discusión de pagar la deuda externa o atender los urgentes requerimientos de un pueblo hambreado. Cuando el martes comenzaron a verse en TV imágenes de madres, abuelas, niños y jóvenes pidiendo casi con desesperación en los hipermercados un mendrugo de lo que les sobra a los pudientes, el flashback fue inmediato. La gente agolpada en San Martín y Muñoz o frente al Tigre de Necochea y Cochabamba volvió como un rayo a la memoria colectiva y 1989 se presentó actual. Otra vez.
De allí en adelante, el trabajo de los cronistas en las calles del Gran Buenos Aires, Concepción del Uruguay, Paraná, Mendoza, Neuquén, San Juan y -por supuesto- Rosario se hizo caótico. La inmediatez otorgada por las nuevas tecnologías de comunicación hizo que la pantalla de televisión fuera una cadena atolondrada de escenas desgarradoras. El hambre no se siente por televisión, pero se lo puede presentir. El dolor de decirle a los hijos que no hay nada para comer, también.
Un milagro para las masas
Una y otra vez, miles de argentinos se apostaron cerca de los centros de consumo esperando el milagro de la bondad empresaria o de la inacción policial. En tanto, el vacío de poder dejaba a las almas aborígenes cerca del infierno. Y el caos se desató. Corridas, gritos, palos, tiros y llantos desconsolados fueron la catarsis escogida por las masas sin posibilidad de elección.
Todo era presa de todos. Las lágrimas de un coreano supermercadista con su victimario llevándose un árbol de Navidad de fondo; la humillación de un anciano tapándose con una mano la cara ante las cámaras y acarreando con la otra su botín; la impudicia de un hombre arrastrando una góndola llena de mercadería sólo porque "no había llevado bolsas"; y hasta un policía robando un pack de gaseosas con su móvil, trasladaron a los telespectadores hacia el túnel del tiempo.
Situación pretendidamente pasiva que se modificó radicalmente (sic) cuando el entonces presidente De la Rúa -ausente durante toda la jornada del único vehículo capaz de generar consenso, la televisión-, anunció la única decisión entre sus indecisiones. La figura del estado de sitio enunciada por el ex presidente sacudió a los televidentes de sus asientos y los escupió a la calle.
Ahora no sólo los sectores más desprotegidos estaban en la tele. La clase media se había autoconvocado pidiendo expresamente la renuncia del ex ministro Domingo Cavallo e implícitamente la de De la Rúa. Y, de pronto, otra vez.
La Plaza de Mayo se cubrió de compatriotas, esta vez sin compromisos partidarios. En sus manos sólo se veían cacerolas y banderas argentinas. Hasta que volvió a ocurrir. Gases lacrimógenos, balas de goma y de las otras, palos y violencia contra madres, padres e hijos. El fantasma del gobierno militar de Leopoldo Fortunato Galtieri se posó sobre la imagen del demitido ministro del Interior, Ramón Mestre, y la represión fue salvaje.
La televisión se convirtió en un testigo privilegiado de un acontecimiento histórico, pese a quienes les pese. Y, contra todos los pronósticos, la pueblada no se retiró de la Plaza ni fácil ni rápidamente. Fue la noche más larga de la televisión argentina en la que a simple vista se observaba quiénes eran los agredidos y quiénes los agresores.
La plaza de todos
Así siguió la transmisión, casi monótona. Idas y venidas, tires y aflojes, embestidas hasta con caballos y la irrenunciable convicción de los manifestantes de que estaban en el lugar cierto: la Plaza de todos. El equilibrio de fuerzas se rompió sólo con la aparición casi espectral de la Madres de Plaza de Mayo. Nadie se animó a tanto. Policías a caballo casi las atropellan en un acto demencial.
En tanto, los videograf no dejaban detalles sin cubrir. La violencia consiguió tapar las negociaciones de espaldas a la muchedumbre. Hasta que la noticia de la renuncia de De la Rúa fue confirmada.
La imagen del helicóptero llevando al renunciado presidente volvió a retroalimentar la memoria. Una calma tristeza embargó a los argentinos y los instaló en 1976, cuando Isabelita salió engañada de la Casa Rosada. Esta vez no había engaño.
Una vez más la televisión fue el escenario mediático en el que los argentinos vieron pasar su propia historia. La congoja y la decepción del final del gobierno de De la Rúa, y la esperanza de un cambio, volvieron a navegar por los rayos catódicos. Teñidas de antiguos retazos, la transmisión televisiva mostró el país de todos. Aquel que se las aguantó todas, pero que se manifestó enérgicamente. Para que la historia no se repita, otra vez.