Pedro Squillaci
Caminaba Ludueña como si fuera su casa. En ese paisaje de calles de tierra, chicos descalzos, jóvenes al límite de la indigencia, comedores comunitarios y docencia solidaria, estaba su casa. Muy pocos conocían a Claudio Lepratti por su nombre. El era, y sigue siendo, Pocho. Tenía 38 años, llegó de Concepción del Uruguay y fue a vivir a la villa para ayudar a los más necesitados. Coordinaba talleres para niños y adolescentes, daba clases de filosofía y teología en la escuela de la parroquia del padre Edgardo Montaldo y colaboraba en el comedor de la escuela 756 de Las Flores. Anteayer puteó desde una terraza a un policía que tiraba a mansalva a pibes carenciados en un barrio de España y Circunvalación. Y lo mataron. "Lo quisieron hacer desaparecer, pero ahora van a nacer muchos Pochos", dijo el sacerdote Marcelo Valsecchi en el velatorio realizado en el corazón del barrio. Hoy lo llora todo Ludueña. El complejo educativo de Humberto Primo y Camilo Aldao era todo desconsuelo. La gente esperaba que llegue el Pocho. Todos hablaban en presente, como si fuera a llegar en bici y con su sonrisa a flor de labios, como siempre. Desde las 10 una multitud se congregó para despedirlo. Los chicos se cruzaban las miradas y se abrazaban en un solo llanto. Algunos elegían recluirse en un rincón con la mirada perdida, otros gritaban pidiendo justicia. Recién a las dos y cuarto de la tarde trajeron al cadáver. Lo recibió un aplauso inmediato, casi con la misma espontaneidad con que la gente salió ayer a los cacerolazos para expresar su bronca contra el gobierno. "Se siente, se siente, el Pocho está presente", corearon. La frase seguramente se habrá escuchado en el barrio en otros momentos. Quizá de boca de algunos de los cincuenta pibes que integraban los grupos que él mismo había creado para contenerlos y que "no se metan en cosas raras". Los nombres de esos grupos reflejaban el afecto que corría por allí: La Vagancia, Los Gatos, Los Piqueteros, Los Rrope, Las Terribles, La Murga de los Trapos, Los Peloduro. Incluso hasta había creado la revista "El angel de lata", una publicación hecha por y para los pibes. Nadie mejor que ellos puede describir quién era Lepratti. "Siempre decía que lo que lo hacía feliz era vernos felices a nosotros" (Darío); "Va a ser irremplazable, era como un papá para mí" (Carlos); "Me dijo algo que me quedó grabado: «Nunca dejés la escuela, y seguí creciendo fuerte y sana»" (Vanina); "Encima no va a poder ver campeón a Racing, que era su club preferido" (Marcelo); "¿Y ahora qué hacemos nosotros?" (Milton). Pocho estaba en contra de los saqueos. Cuando se desató lo inmanejable, le dijo a los chicos que se quedaran adentro, que no salieran porque era muy peligroso. Estaba contra la violencia, era delegado gremial de los estatales, fue seminarista y sufría por el hambre de la gente. Tanto es así que siempre ponía la mano en su bolsillo para ayudar. "No se compraba un pantalón pero hacía que a los chicos no les faltara nada", dijo el párroco Edgardo Montaldo. Su última tarde, desde la terraza del comedor de la escuela 756, tuvo un gesto natural en él. Quiso frenar a la policía, insultándolos, para que no disparasen sobre las mujeres y niños que merodeaban la zona. La bala le dio en la tráquea y se lo llevó. El oficial se subió al Chevrolet Corsa Nº 2270 y se fue, seguro de lo que había hecho. En Ludueña afirman que Pocho también estaba seguro de lo que hacía. Por eso quedará por siempre en el corazón de la gente.
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