 |  | Editorial Concejo: el prestigio perdido
 | La reanudación de la actividad en el renovado Concejo Municipal rosarino abre un escenario en el cual la esperanza en el futuro tendría que combinarse con una fuerte dosis de precaución. Ocurre que, hoy más que nunca, los ediles deberán justificar su presencia en el recinto aportando creatividad, moralidad y, por sobre todas las cosas, trabajo. Porque los ojos de la ciudad van a estar fijos sobre su figura de un modo que no resultaría exagerado calificar de obsesivo: es que la desconfianza se ha instalado en la ciudadanía en relación con el accionar de sus representantes y por esa razón la remanida frase "en la mira" acaso defina con mayor precisión que ninguna la situación de quienes ocupan bancas en el Palacio Vasallo. Y está muy bien, claro. El pasado inmediato brinda categóricos ejemplos de actitudes a las que no cabe sino calificar de vergonzosas en personas civilizadas y ni hablar si se trata, como en este caso, de legisladores. Ellos son quienes tienen que dar el ejemplo en materia de diálogo, ese arte tan difícil de practicar en épocas de crisis. Y también poseen la obligación de brindar modelos de conducta en un territorio que hasta ahora han transitado en oportunidades escasas: el priorizar la defensa de los intereses generales por encima de los particulares y, fundamentalmente, de los propios. Basta aproximarse a casi cualquier peatón que recorra las calles rosarinas e interrogarlo sobre el accionar de los concejales para develar un repertorio de conceptos que se desliza con facilidad desde la indiferencia hasta el improperio. Y si bien en la Argentina el rezongo a veces carece, discepoleanamente, de justificaciones concretas, no ocurre así en este asunto. Por ese motivo el organismo deberá preocuparse por recuperar, aunque sea en una mínima parte, el prestigio perdido. En tal sentido, la legitimidad del acceso a las bancas se torna un tema clave. Más allá de lo que eventualmente pueda dictaminar la Justicia, el caso de Sandra Cabrera -la edila electa por el llamado ARI trucho- no parece presentar, en el aspecto político, demasiadas aristas rescatables. Si se pretende recobrar el respeto de la gente, no resulta recomendable el admitir que aquellos que han llegado a un lugar de trascendencia utilizando medios cuanto menos dudosos permanezcan en su sitio, en abierta burla de la voluntad popular. Autodepuración, en síntesis, es el primer paso que sugiere la receta. El exceso de número de ediles es otro tema que ya está instalado desde hace tiempo en la agenda de la calle y que el flamante presidente del cuerpo, Norberto Nicotra, registró oportunamente. Se trata de otro ítem clave para que la confianza reaparezca: la destrucción de la "corporación" política. Así se confirmaría el renacimiento de la perdida vocación de servicio.
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