Isolda Baraldi
Compré mi casa a pocos años de radicarme en Rosario con mi marido y, por entonces, mis dos pequeños hijos. Hace ya casi 14 años. Sin demasiado dinero y después de mucho andar encontramos una casita en un pasaje arbolado, con jardín delantero y fondo de tierra con palta y limonero, casi de cuento para chicos. Apenas a tres a cuadras de bulevar Oroño, cinco de 27 de Febrero, pero a una y media de villa La Lata. LA VILLA, con mayúscula. La miseria no nos espantó y ahí nos quedamos. "La mayoría es gente de trabajo", nos dijeron en el barrio. Efectivamente, en ese tiempo era así, la mayoría tenía trabajo. Albañiles, carpinteros, mucamas, operarios de diversos rubros, peluqueros y panaderos conocí en La Lata. De vez en cuando cobraban protagonismo los otros. Los que salían torcidos. Las ovejas negras que dejaban el óxido latoso y llevaban la villa a las primeras páginas de la sección Policiales del diario. Sin embargo, un pacto invisible pero tangible sellaba la convivencia: todos éramos vecinos, en las buenas y en las malas. Sin agresiones, sin choreos, sin tiros y sin muerte que cruzaran los límites urbanos, apenas una calle, de la villa con el barrio. Algunos le decían código. Entré, es decir, transité más de una vez por los laberínticos pasillos de la Lata y, si bien el primer impacto es artero, nada hacía suponer que pocos años después la barrera de ingreso sería tan inviolable como el Muro de Berlín, en los primeros años de posguerra. A un ritmo vertiginoso la villa creció, para adentro. Miles de personas arrimaban nuevas latas y se cobijaban en el asentamiento más grande e impenetrable en pleno centro de la ciudad. Con la misma vertiginosidad también crecieron las voces dentro del propio barrio en favor de quemar la villa. Los códigos se quebraron en mil pedazos. La miseria, toda la miseria humana, salió enceguecida a la calle y tomó el barrio. Los antiguos vecinos se convirtieron en víctimas y victimarios en distintos grados de violencia. Los rumores de venta de drogas fueron cada vez más fuertes. Los niños-adultos consumidores de alcohol y otras sustancias tóxicas asustan a los chicos y a los más viejos. La proliferación de quioscos, primero a caballo de la desocupación y luego en la búsqueda de dinero más fácil, es moneda corriente. En muchos de ellos cualquiera sabe que se puede conseguir de todo. Autos lujosos, y no tanto, estacionan y los merodean durante las noches. A la hora en que no faltan llantos, gritos y estampidos de armas de distinto calibre. Como todo, depende desde dónde se mire. Acaso la zona sea una caricatura feroz del delicado equilibrio por el que transita lo que alguna vez fue la clase media: de un lado la marginalidad y del otro una decadencia sostenidamente imperturbable. Sólo hace falta caminar. Si uno se dirige desde el norte, por bulevar Oroño al 3200 y camina por Garay (hasta Dorrego e Italia), las calles arboladas, los jardines cuidados, algunos chalés nuevos y otros venidos a menos muestran el subibaja socioeconómico de la ciudad. En cambio, si se hace el camino inverso, desde Corrientes, por Garay hacia Oroño, el paisaje golpea fuerte y la marginalidad rosarina queda al desnudo. Basura, niños sin niñez, adolescentes que amedrentan, chicas con bebés en los brazos, viejos que dan cuenta de un abandono casi absoluto y mujeres desdentadas que van y vienen por los interminables pasillos son sólo la fachada de La Lata. Adentro el mundo se oscurece. La violencia es sólo la partera de una alucinada y despiadada lucha por la vida que se asemeja, eternamente, a una subsistencia que nada tiene que ver con lo humano, sino que se parece a la muerte.
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