Carina Bazzoni Silvina Dezorzi
Pocos pueden vivir hoy día con la puerta de sus casas abiertas. Y más aún si esas casas están en Villa La Lata, o Corrientes, según quién la nombre. Pero en el asentamiento esta imagen es moneda corriente. "Si yo cierro la puerta me siento ahogada", dice Susana, instalada en su vivienda de Garay al 1600. En cambio, en la vereda de enfrente el panorama es totalmente distinto: no hay ventanas ni puertas sin rejas y las cerraduras se multiplican. La Lata tiene rasgos inéditos: ocupa nueve manzanas del macrocentro de Rosario y es una de las villas más densamente pobladas, casi no ostenta casas de chapa y carece de cirujas, aunque el desempleo es generalizado. Además, la mayoría de las viviendas está conectada a la red de agua potable y tiene cloacas y baños con inodoro. De sus 4.534 habitantes, el 99 por ciento está documentado. Este mes, Villa La Lata volvió a concentrar todas las miradas cuando la Municipalidad anunció que será la próxima en regularizarse mediante el Plan Hábitat. Así como despertó ilusiones, la noticia volvió a destapar prejuicios. Quienes viven cerca de La Lata dicen que es la villa más peligrosa de la ciudad. Que sus pasillos son guarida de ladrones, traficantes y reducidores. Que los repartidores sólo pasan si pagan peaje. Y que de noche se puede entrar pero la salida no está garantizada. Y no dejan de señalarla como la causa de todos sus males. Pero, como siempre, depende del cristal con que se mire. A las familias de la villa no les gusta que la llamen La Lata y no quieren ni oír hablar de que la asocien con el delito. "Acá viven solamente dos tipos que nos hacen la fama a todos, los demás somos trabajadores", asegura María, una frentista del asentamiento. La Lata se extiende de Rueda a Deán Funes y de Corrientes a Paraguay. Además ocupa media manzana de Rueda al 1400 y tres cuartos de Gaboto al 1500, para cruzar en diagonal por el ex ferrocarril Rosario-Mendoza (de Corrientes a Dorrego). Según un relevamiento de la Secretaría de Promoción Social municipal, allí hay unos 929 hogares y 1.254 familias (ver infografía página 4). De ellas trabaja, la mayoría sin estabilidad, una cuarta parte. Son albañiles y domésticas o hacen changas. Muchos cuidan coches en la zona de hospitales. Además, proliferan los barcitos, quioscos, peluquerías y pequeñas rotiserías. Hasta hay una cadetería motorizada. "Dentro de lo que pasa, acá no hay efervescencia de salir a cortar calles porque la situación se está llevando. No digo que no haya hambre, pero mirándolo a fondo estamos un poquito mejor que en otros puntos de la ciudad", dice Benito, que además de vivir allí desde hace 40 años preside la Cooperativa Corrientes. Y resalta bien lo de "Corrientes", porque Benito es enemigo acérrimo del mote de La Lata: lo considera despectivo. Es más, ni siquiera recuerda el origen del sobrenombre. Evoca un oscuro episodio policial en unas casillas, y por eso le habría quedado La Lata. Pero el conflicto entre vecinos y villeros no es sólo una cuestión de nombres. La sola pregunta de La Capital sobre la convivencia en el barrio despierta una acalorada discusión entre los clientes de una granja de la zona. -Hasta ahora nunca tuve problemas-, dice una mujer con cara de yo no fui, y un hombre no deja pasar la frase. -Sí, señora, no diga eso. Yo vivo en Uruguay y España y cuando entro a mi casa soy como Chirolita. Hago la cabeza así y así, porque si vienen dos en bicicleta no entro. Para no hablar de la farmacia de Uruguay y España o de la panadería de Roca y Uruguay, a todos les han robado. -No digo que no haya robo en la calle. Arrebatos con revólver, con lo que quiera. Pero lo que quise decir es que si uno no se mete no tiene problemas. A mí todos me saludan: buenos días, buenas tardes. Pero también sé que si hay un problema la policía no responde, nadie responde. Así que me meto adentro y se terminó. La partida de la mujer no silencia a su interlocutor. "¿Sabe qué pasó cuando vinieron a cambiar los cables de la luz?", pregunta, y no espera respuesta. "A la villa no se los iban a cambiar porque no tienen medidores, pero entonces les dijeron: «Si vos no nos conectás no te bajás de ahí». Y les pusieron la luz". Otro vecino dice que la policía busca a los ladrones por un lugar y ellos roban por otro. "La cana sabe quiénes son, pero juegan a las escondidas", asegura. Después todos piden reserva de sus nombres. Es tal el temor a hablar por miedo a una vendetta que en otro comercio, aún más próximo a la villa, la vendedora propone: "Apagá el grabador y te cuento la verdad". Después se explaya: "Acá cosas pasan, y si la Justicia es justa ya sabe quiénes son. El resto, el 99 por ciento, es gente buena, que gasta sus pocas monedas con el corazón en la boca". Y dice no saber "por qué se discrimina tanto" a La Lata. "Te digo más: el que sale a buscar trabajo mejor que no diga que vive acá porque nunca más lo llaman". De todas formas, tanto unos como otros evocan dos hechos policiales que pusieron paños fríos a La Lata. "Acá está todo mejor desde que mataron a Gustavito, un loquito que andaba robando de todo a pleno día; y desde que lo encanaron a Martín, un pibe que hizo algo fulero", apunta la morocha de la granja. -¿Qué hizo? -Mató. Adentro de la villa el episodio tampoco se olvida. "Gustavito era el hijo de mi hermana", comenta Inés, una mujer de 44 años que vive en La Lata desde los 7. "Fue un golpe muy duro. Se nos fue de las manos. La madre no supo manejarlo y nosotros también nos equivocamos. Tendríamos que habernos metido, porque acá no es que uno tiene un hijo y tu hermana otro: todos somos padres de todos", se lamenta Inés. Los antecedentes de Gustavo no son un caso aislado. "Todo el problema que tienen los chicos es por la droga", explica Marcela y agrega: "A veces da lástima verlos porque son chicos tan buenos. Vos pasás, te saludan, te acompañan al médico a la madrugada, te sacan el turno en el hospital...". Es que la droga es todo un tema. No sólo por los efectos de su consumo, sino también por el tráfico. "Antes de que hubiera un operativo muy grande (hace más de tres años) pasabas de noche por cualquier pasillo y alguien te vendía droga", dice Marta, y hasta recuerda a un hombre que hizo "fortuna en tres meses vendiendo porquerías" o a otro joven que llegaba todas las noches con "una moto que escandilaba (sic)". Pero la droga ya no es la preocupación mayor. Hoy los capos del delito tienen que ver con el "negocio de pasamanos": el encargo de robos y la reventa del botín. Los más osados se animan a decir que "la policía los conoce y pasa a buscar los sobres; mandos de arriba", aclaran. Por eso una frase suena brutal: "Acá la vida vale 100 pesos, el precio de una bicicleta". En un punto todos se ponen de acuerdo. Dicen que la llegada hace tres meses de un destacamento policial móvil a la esquina de Paraguay y Amenábar le cambió la cara al asentamiento. "Con el patrullero acá cambió cien por ciento", afirma Andrés, un desocupado chaqueño de 44 años que hace 21 vive en La Lata con su mujer y 10 hijos. "Ahora uno puede salir tranquilo de noche", agrega. Es que las noches en la villa también son todo un tema. Sobre todo si llegan después de un partido de fútbol. "Se oyen detonaciones que no son de petardo", dice uno de los ocho policías del destacamento. "Hasta parecen de armas mejores que las nuestras", agrega otro agente. -¿Es Villa La Lata una de las más peligrosas de la ciudad? -Y... si no lo fuera no estaríamos acá.
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