Año CXXXIV
 Nº 49.276
Rosario,
domingo  21 de
octubre de 2001
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Cada hectárea valía unos 3.500 dólares, hoy no se vendería ni por 50
La Picasa: el drama de los inundados que dejaron todo luego del desastre
Juan Angel y Elsa Diez tuvieron que dejar su campo. Testimonios de una historia singular y dolorosa

Silvia Carafa

Aarón Castellanos. - Juan Angel y Elsa Diez llevan 48 años de casado, es gente grande que trabajó duro para moldear un sólido patrimonio que incluye la cabaña La Gabriela, un prolijo predio de 660 hectáreas en el que se criaban charolais. Desde la ventana de su casa de campo, cada mañana, ella veía crecer el agua que desde hace dos años venía cercando a la propiedad. Una semana atrás y en plena madrugada descubrieron que el agua golpeaba suavemente contra los muebles. Hoy están alojados en un hotel de Rufino, mientras terminan de mudarse a esa ciudad.
Claro que ese movimiento inmobiliario no estaba en sus cálculos porque tres años atrás habían llegado desde Buenos Aires para disfrutar del campo que desde hace 45 años tenían en Aarón Castellanos. Por eso pusieron tanto empeño en sus detalles como el impresionante portón de entrada que perteneció a la quinta presidencial de Olivos.
Pero no es el único esmero que resalta alrededor de la ex cabaña. Una fronda de pinos que se van debilitando, una estructura de galpones bien construidos, los restos de lo que fue un parque de herramientas de primer nivel y una casa destinada al personal y equipada con todas las comodidades, son los rastros ahora desolados de lo que fue una actividad intensa y productiva.
Hoy sólo queda una franjita de terreno seco del que ya le robaron unas cuantas ovejas, por eso insiste en no dejar la casa sola y hasta hace dos días llegaba cada noche con el tractor para dormir en el lugar, mientras amarraba las botas de goma a la cama para evitar que se fueran flotando. La historia reciente del lugar es rica en anécdota y movimiento, ya que llegó a tener mil cabezas de pedrigee y doce personas trabajando.
Hoy lo asiste Juan Ramón, un joven de Aarón Castellano que pertrechado con botas hasta la cintura se convirtió en un experto para guiar el tractor en las sendas invisibles, bajo más de medio metro de agua. "Siempre quise vivir acá, pero no podía por mis actividades, porque tenía que asistir a las exposiciones y recorrer todo el país con los toros, pero venía cada tanto, hace tres años decidí radicarme definitivamente", comentó Diez.
Además, dijo que en aquel momento, y hasta donde diera la vista los rodeaba el verde propio de la llanura. El borde de La Picasa estaba a unos 15 kilómetros y comenzaban a circular rumores sobre un posible desborde, por eso comenzó a interesarse por el tema e integrarse a los productores del lugar. "Fui pensando, ayudando, opinando, mientras el agua comenzó a venir para esta zona", recordó.

Una masa líquida e impiadosa
Diez jamás imaginó que ese movimiento de aguas de llanura pudiera signar el fin de su sueño, ver cada amanecer y atender a los compradores en las instalaciones de la cabaña que era su orgullo. La masa de aguas comenzó a moverse lentamente, primero complicó las vías del ferrocarril, que eran levantadas de a metro, después pasaron las vías con un peligroso destino, la ruta 7.
"Ibamos en auto a ver cómo llegaba el agua despacito, subiendo cada día un metro, hasta que tapó los alambrados", dijo Diez cuyo campo terminó de cubrirse de agua hace unos seis meses a pesar de lo cual siguieron habitando la casa, hasta que hace una semana entró en la vivienda y terminó con la resistencia de la familia. Elsa estuvo cuatro meses sin salir del campo para evitar sortear los anegamientos en la avenida de entrada.
Hoy, mientras desde un tractor Diez va señalando la vulnerada defensa que construyó para evitar el desastre, repasa los daños que esa enemiga muda, impiadosa y porfiada le infligió. Su campo es hoy una laguna inmensa por los tres costado que rodean a las construcciones, el cuarto flanco, el de la entrada, da a la ruta 7 a pocos metros del lugar donde esa cinta asfáltica se pierde bajo tres metros de agua. Para llegar a La Gabriela hay que abrir una tranquera en plena ruta, y que la clausura con fines preventivos.
Tres perros acompañan al tractor en su recorrida. Ellos retozan en los únicos metros secos de tierra que quedaron a la entrada y cuando el vehículo encara la masa líquida dan muestra de fidelidad y también se aventuran en el agua. Mientras tanto Diez señala y estima: "Con los animales de pedrigee que tuve que vender como hacienda común a la mitad de precio perdí unos 800 mil dólares". Sus empleados estaban calificados para la tarea de cabaña, hoy uno de ellos vende pasteles en la ruta, acotó como muestra del daño concatenado que trajo el agua.
"Cada una de las 660 hectáreas llegó a valer unos 3.500 dólares, hoy no las comprarían ni por 50, porque ya no tienen más valor, ni hablemos de los edificios, ni de las herramientas enterradas en el agua, ni de todo lo que gasté en hacer las defensas de 1,20 metro de altura y un metro de ancho", expresa Diez. Ni hablar con que el agua también abortó su sueño, "hice los cimientos para agrandar la casa para recibir mejor a mis nietos y familiares", apuntó. "Lo que duele más es no encontrar a nadie que aunque sea venga a ver esto, todos los funcionarios dicen que comparten nuestro deseo de sacar el agua, pero los hechos no se ven", aseguró el productor que con el propio esfuerzo acuñó su capital.



El agua ya cubre hasta los cascos de las estancias.
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