Eduardo Rinesi
Días pasados los representantes del pueblo de la Nación argentina sancionaron una ley que gravaba a las empresas telefónicas que operan en el país con un canon por el uso de los espacios públicos que ocupan. Considerando las continuas protestas del gobierno por sus penurias fiscales (en nombre de las cuales se cercenó todo tipo de derechos y se descuidan a diario deberes básicos del Estado), la iniciativa ofrecía un recurso sensato y juicioso, que de paso fijaba un sano principio de equidad entre esos grandes grupos y los miles de canillitas, floristas y puesteros que sí pagan esa tasa. Pero se sabe: los legisladores proponen y el delegado de los poderes fácticos que se han adueñado de este país dispone. Las leyes deben ser promulgadas por el presidente, y a éste le ha parecido mejor vetar esta disposición. Horas después, el gobierno informó que el recorte del 13% a empleados y jubilados se mantendrá hasta fin de año y que nadie sabe de cuánto será el próximo, porque "la recaudación no está respondiendo como esperábamos". En este marco de una burla tan grosera (de la que esta anécdota es apenas un ejemplo), de un desprecio tan notorio, no ya por el principio rousseauniano de una participación popular en los asuntos públicos, sino incluso por el más sobrio principio liberal de una representación fiel de esa ciudadanía por los poderes del Estado, ¿puede extrañar que circulen entre nosotros las socarronas ideas de votar, el próximo domingo, por Clemente o por San Martín? Suele afirmarse que ese tipo de propuestas expresan una disconformidad frente a las opciones electorales vigentes. Sin duda. O una extendida sospecha (machaconamente difundida por todos los medios) sobre la probidad moral de "los políticos". Seguro. Pero quizás expresen también otra cosa: un amargado y lúcido escepticismo respecto a las posibilidades de que aún los mejores candidatos, aún los más probos y talentosos legisladores, pudieran tener algo que decir y que hacer frente a la insolente prepotencia de los poderes reales que nos gobiernan, más amigos de los decretos, los vetos y las "facultades extraordinarias" que de la deliberación democrática. ¿Tienen razón los votantes de Clemente? Sí, aunque estén equivocados en su manera de tener razón, y aunque la forma de esa equivocación ayude poco a recrear las condiciones para una crítica democrática de las miserias de nuestra democracia. (*) Politólogo y ensayista
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