Los argentinos estamos inmersos en un clima político tan desaprensivo que sólo pensamos en zafar de nuestras propias obligaciones. Zafar es la máxima expresión de la picardía nacional, que consiste en librarnos de cualquier problema sin asumirlo ni resolverlo. Al zafar recibimos una especie de sacramento laico que perdona nuestras culpas y nos dispensa de cualquier pena.
Desde hace más una década, nuestros gobernantes han venido zafando: convenios financieros incumplidos, promesas de cambios estructurales que se firman a la mañana y se derogan por la tarde, metas presupuestarias que nadie piensa llevar a cabo, waivers obtenidos para seguir gastando, ley de responsabilidad fiscal que se deroga justo cuando debe aplicarse, blindajes que duran dos meses, megacanjes agotados en una quincena y ahora el salvataje ligado con el déficit cero.
Pareciera que todo se reduce a fingir, patear la pelota para adelante y seguir gastando. Pero el juego se acabó: habrá ayuda internacional pero condicionada a cumplimientos. La advertencia del presidente Bush es muy cruda y nos vuelve a la realidad: "si ustedes no cumplen con la promesa del déficit cero no esperen ayuda de nadie; si lo hacen, ganarán la confianza de EE.UU. y de mucha gente que está preocupada por lo que pueda pasarles". Se trata de un ultimátum basado en una cuestión esencial para el mundo globalizado: la confianza. La confianza es un recurso económico superlativamente más importante que el capital financiero. Cuando se pierde, es decir cuando se elude la responsabilidad asumida y no se cumplen los compromisos, las consecuencias se pagan duramente.
La confianza, "trust" en inglés, es la clave para generar prosperidad material y bienestar espiritual, sin embargo no depende de condiciones económicas sino del mantenimiento de una conducta honesta en la vida.
Un destacado científico de la Rand Corp. la definió como "la espiritualización de la vida económica" (Francis Fukuyama: "Confianza-Trust", Editorial Atlántida, 1996). En el mundo actual tan materialista, sólo se tiene confianza en aquellas personas que mantienen un comportamiento serio, respetan principios morales y, en caso de conflicto con sus intereses, deciden soportar un daño antes que quebrantar los principios. Sólo quienes obran de esta manera pueden inspirar confianza en los demás.
Valor de confianza
Muchas personas bien intencionadas no están de acuerdo con estas reflexiones porque creen que la economía no tiene nada que ver con la conducta moral, pero la evidencia cotidiana les demuestra lo contrario.
A mediados de los años 70 se produjo una profunda crisis petrolera mundial que obligó a racionar el combustible en las estaciones de servicio e incentivó las predicciones pesimistas del Club de Roma en el sentido de que al mundo le quedaban reservas por cinco años, luego de los cuales sobrevendría una prolongada decadencia.
En esos años, la venta de automóviles de alto consumo, sufrió una impresionante caída. Dos grandes firmas mundiales quedaron afectadas: la japonesa Mazda y la alemana Daimler que fabrica los lujosos Mercedes-Benz. Ambas sufrieron espectaculares pérdidas y se vieron enfrentadas a la quiebra.
Pero fueron rescatadas por un grupo de compañías capitaneadas por el Sumitomo Trust en el caso de Mazda y el Deutsche Bank en el caso de Daimler-Benz.
Ninguno de estos bancos trató de lucrar con el salvataje. Ambos sintieron la obligación moral de apoyar estas empresas porque ellas los habían elegido en el pasado como bancos exclusivos y tenían la seguridad de que volverían a hacerlo en el futuro. Ningún directivo de Mazda ni de Daimler-Benz pensaron por un instante que los banqueros, enterados de sus dificultades financieras, podrían traicionarlos comprando acciones por poco dinero y revendiéndolas cuando hubiesen resuelto el problema.
Pero tampoco ningún banquero propuso esta sucia operación por una cuestión de dignidad moral.
Alrededor de 1983, durante la presidente de Reagan, y como consecuencia de las políticas implementadas por el gobierno de Jimmy Carter: altos déficits, impuestos elevados y regulaciones que asfixiaban a las industrias americanas, se desató una recesión de casi tres años de duración.
El corazón industrial americano sufrió gravemente este proceso y muchas plantas cerraron. Pero en Crawfordsville, Indiana, se había instalado Nucor Corp. una siderurgia que en lugar de altos hornos convencionales empleaba la tecnología de colada contínua traída de Alemania. Sus obreros fueron reclutados entre agricultores y antiguos granjeros y por eso no estaban sindicalizados.
Para paliar la feroz caída en las ventas, Nucor Corp. redujo la semana laboral a dos o tres días y desde el presidente de la compañía hasta el último empleado se rebajaron los salarios en casi dos tercios, para aguantar el chubasco.
No despidieron ningún obrero y los empresarios prometieron restablecer los jornales apenas mejorasen las cosas. Los trabajadores aceptaron esta medida y confiaron en la promesa de que no los iban a despedir porque veían que los empresarios se aplicaban ellos mismos la receta: estaban seguros de que ningún directivo retiraba dinero en cuentas particulares mientras despedían obreros, como sucedió en otras siderúrgicas que quebraron. Actualmente Nucor Corp. es una de las principales empresas siderúrgicas estadounidense.
Desde 1990, funciona en la ciudad de Takaoka, la más moderna planta automotriz del mundo perteneciente a Toyota. Esta empresa otorgó a cada uno de sus treinta y cinco mil operarios de la línea de armado, el poder de detener su funcionamiento tirando de una simple cuerda de cáñamo ubicada al lado de cada puesto de trabajo. Tan tremenda facultad no podría ser delegada en ninguna otra fábrica del mundo porque miles de operarios podrían organizar piquetes sindicales que amenazarían con tirar de la cuerda y provocar el caos industrial. Pero en Takaoka, desde hace doce años sólo una vez un operario japonés usó de tal poder al advertir que los robots estaban fuera de control y amenazaban la vida de muchos compañeros. El problema cibernético se terminó arreglando y hasta el día de hoy Toyota sigue brindando a miles de trabajadores el poder de paralizar la fábrica porque sus directivos confían en ellos y tienen la seguridad de que ninguno abusaría del mismo.
El hilo conductor que une estas historias, es la confianza, esto es la seguridad que cada una de las personas involucradas cumplirán cabalmente con sus obligaciones de acuerdo a lo previsto y se apoyarán mutuamente. Cuando uno sabe que la conducta de los demás es previsible y que no intentan zafar ni escapar a sus responsabilidades, se genera un intenso clima de mutua confianza. En los casos mencionados el grupo humano formó comunidades de índole cultural sobre la base de una serie de reglas de conducta moral asumidas y consentidas por todos ellos.
Confianza en los gobernantes
Con los políticos pasa exactamente lo mismo. Si son honestos, dicen la verdad, saben lo que tienen que hacer y se preocupan por lograr el bien común, no sólo recuperan la confianza de adentro y afuera, sino que convierten a los ciudadanos en un importante "capital social", es decir en personas aptas para trabajar juntas en emprendimientos que permiten alcanzar grandes objetivos.
En el mundo actual es cada vez menos importante contar con fábricas, máquinas o herramientas y cada vez más valioso disponer de dirigentes políticos con una conducta irreprochable, adecuados conocimientos y voluntad firme para cumplir con su deber.
Ese "capital social" sólo se logra cuando los políticos y gobernantes respetan principios éticos, comparten valores con los ciudadanos, subordinan intereses individuales a los intereses generales y tienen capacidad de organización. Si esto ocurre, renace la confianza. Pero si no actúan de esta manera, el tejido social se rompe y se produce la violencia que hoy soportamos: el auge del crimen, la sensación de injusticia, la desilusión por las promesas incumplidas, la inseguridad pública, la desintegración de la familia, la decadencia de las sociedades intermedias y la generalización del "sálvese quien pueda". Hoy estamos viviendo claros signos de anarquía, que en el fondo constituye una peligrosa carencia de autoridad y orden.
Los actuales gobernantes están obligados a impedir que se mantenga el desorden y la confusión, porque si no lo hacen se convertirán en usurpadores, nadie les tendrá confianza y ningún poder del mundo estará dispuesto a ayudarlos. Tal es la durísima advertencia que esta semana nos hizo el presidente Bush de los EEUU.