Año CXXXIV
 Nº 49.142
Rosario,
sábado  09 de
junio de 2001
Min 14º
Máx 25º
 
La Ciudad
La Región
Política
Economía
Opinión
El País
Sociedad
El Mundo
Policiales
Escenario
Ovación
Suplementos
Servicios
Archivo
La Empresa
Portada


Desarrollado por Soluciones Punto Com





Reflexiones
Alma

Feliz de Azua (*)

No corren buenos tiempos para Descartes. El espíritu, ese fluido más sutil que el aliento, está casi desnudo. Como en la danza de los siete velos, sus miembros han ido apareciendo uno tras otro, y cada vez es más difícil de sostener que cuerpo y alma vivan en dos mundos separados por la muerte.
Hace ya tiempo que los neuropsicólogos descubrieron que el hemisferio izquierdo del cerebro nos permite montar en bicicleta, en tanto que gracias al derecho sorteamos al peatón despistado. Nuestra cabeza izquierda es ordenada, memoriosa, tenaz como un archivador. La derecha es vivaz, siempre está alerta para divisar los imprevistos. Y ahora, un científico de origen ruso, Elkohom Goldberg, presenta (de la mano de Oliver Sacks) el resultado de treinta años de investigación sobre los lóbulos frontales. Detrás de la frente, dice Goldberg, se protege la parte del espíritu que prevé, proyecta, planifica, ordena los medios y sopesa las consecuencias. Es el lugar donde bullen la imaginación, la libertad, la intención. Si el hemisferio izquierdo compone pacientemente los aprendizajes del pasado, si el derecho nos cuida en el presente, los lóbulos frontales miran al horizonte y proyectan el porvenir. Oculto bajo la frente llevamos el futuro.
A veces, la ciencia parece seguir a la poesía. Hace cien años, dijo Hegel que el salto de un Egipto teocrático a la Grecia democrática se produjo cuando los faraones, perfilados en los bajorrelieves, giraron hasta mirarnos a los ojos y, tras dar un paso al frente, se convirtieron en estatuas individuales y autónomas, los sonrientes guerreros helenos.
También los colosos de Memnon, hartos de su parálisis, comenzaron a caminar hacia adelante. El universo dejó de ser un lugar petrificado, condenado a ciclos siempre idénticos, el horizonte empezó a moverse, apareció un futuro más allá de la tumba. Poco después, y quizás en un exceso de soberbia, Platón atribuía a los mortales la misma y luminosa razón de los inmortales.
Cuando miren la frente de alguien por quien sientan aprecio, traten de ver, tras esa cortina de piel y hueso, el pasado y el presente uncidos como bueyes al mando de un sueño que abre el surco de nuestras vidas. Es el deseo.
(*) De El País de Madrid


Diario La Capital todos los derechos reservados