Marcelo Cohen
En la ventana el cielo se ha vuelto morado. Sin soltar la corbata Tálico retrocede unos metros y después da unos pasos hacia la repisa del calefactor, intentando que el cambio de ángulo amplíe la capacidad del living. Respira hondo. Extraña la libertad de las caminatas con Multon. Pero sabe que la satisfacción conjunta no surgía del movimiento por las calles sino del amparo en la amistad. Tálico aclara, por si a la oscuridad le importase, que ni Multon ni él se habrían vanagloriado de ser auténticos ahí donde todo el mundo actuaba. Al contrario. Los isleños de la Bruya se diferencian de otros isleños del Delta Panorámico por el cultivo de una antigüedad teatral. Multon y él se habían individualizado eligiendo una forma lateral de lo anticuado, un arte dificilísima pero, por olvidada, grávida de distinción absoluta y recompensas copiosas: la amistad viril. Las recompensas de esa amistad no eran sólo anímicas. De los libros que se prestaban habían tomado la noción, casi el programa, de que la amistad sólo florece bien si además de afecto se intercambian favores. Dones, los llamaban los antiguos: una botella de brandy, un préstamo de dinero, el ofrecimiento de hacer un trámite que al amigo le traía problemas, la dirección del mejor carnicero, el coche cuando al otro se le averiaba, los minutos para escuchar un chiste malo. La amistad era tan interesada al menos como el amor, pero de protocolos mucho más sencillos. Era lo más predecible, y por eso tan jubilosa. Del amigo uno sabía incluso cuánto lo tentaba mentir. En la invulnerable cohesión burguesa de La Bruya, los miércoles de amistad eran para ellos un ostracismo reparador; y un viaje arrobado. Tálico no piensa ocultar que Multon y él habían sentido un flechazo al conocerse. Un dos de agosto, fiesta de la Recuperación, haciendo los dos cola ante el toilet de una cantina repleta de familias achispadas. Como eran los únicos dos totalmente sobrios en el local, se les había ocurrido amenizar la espera bromeando sobre formas largas y exóticas de emborracharse hasta la estupidez; cosa que ninguno de los dos había hecho nunca por falta de un compinche amante del exotismo. No había licores exóticos en la cantina, sólo vinaza y brandy. Y ellos no habían bebido nada esa noche, porque beber como marranos hubiera sido contribuir a la cuidada borrachera general con los vómitos oprobiosos que debían redondearla. Habían orinado, larga, cálidamente, conversando sobre sus profesiones por encima del separador, con un descaro que pronto dejaría paso a una larga discreción compartida. Tálico se niega a abundar sobre esa noche. El primer encuentro había sido una algarabía, aunque no más grande ni menos que la del segundo encuentro. Ahora, en el living a oscuras, recuerda que el miércoles pasado, mientras se acercaban a los plátanos del parque de la Ribera, lo enterneció que Multon no advirtiese que le estaban contando la misma película que había visto la noche anterior pero cambiada. Daba igual, por supuesto. A veces Multon le preguntaba a él si había leído cierta novela, por ejemplo La llamarada, y él asentía aunque no fuera cierto, no tanto, por vergüenza como para dejarlo explayarse mejor; y mientras lo oía contar le entraban sospechas de que el mismo Multon no la había leído, como intuía a veces que iba a mentirle cuando él le preguntaba si conocía a cierto artista, o cierto médico para el caso. Sospechas deliciosas. Pizcas de condimento. Porque, como la mayoría de las veces hablaban con franqueza, por qué no decir con gravedad, con cada engaño que Multon se tragaba el corazón de Tálico hacia una pirueta sentimental. Debía ser visible, ese afecto. Por supuesto. Tan visible como que al pisar el césped del parque de la Ribera, en medio de una discusión sobre el color de los planetas vistos desde una azotea, para no resbalarse se tomaron del brazo. Al rato caminaban tomados del hombro. Unas yardas. Unos segundos. Pero no muy pocos: la pervivencia de la amistad dependía de ocultar exquisitamente bajo el cariño, y hasta bajo el manoseo, la invencible repugnancia que a cada hombre le provocaba el sexo del amigo. La barba, el aliento, etcétera. Uno no compartía con el amigo lo que el amigo compartía con su esposa, si tenía esposa. La estrategia de la amistad para reforzar el buen sabor de los limites consistía en disgregarlos; de ahí esa índole subversiva. Tálico se dice ahora: Subversión; qué palabra bochornosa. Se le ocurre beber un vaso de agua, y se lo sirve frente a la ventana, en honor a la transparencia de la amistad. El anochecer hace lo posible por estirarse y Tálico se humedece la garganta. Agua. En isla La Bruya es tan obvia que teatralmente se le resta importancia. Pero gracias al espléndido régimen de lluvias, a la constancia del mismo río que muchos detestan por sus raptos destructores, a esta cultura anticuada le sobra hierba para poner en escena la escapada bucólica burguesa. En el Parque de la Ribera no faltan carteles que inciten a la gente a usar el césped. Si Tálico no se equivoca, el miércoles pasado Multon dijo que pisar ese compuesto, acolchado de trébol y grama le gustaba casi tanto como gastar zapatos muy duros. Le gustaba la lucha entre la pesadez del calzado y la elasticidad terca del césped. Después, en voz baja, agregó que él se consideraba un elemento intermedio entre esas dos clases de consistencia. Entonces se detuvieron ante un árbol de hojas relucientes, muy mal podado, a debatir si era un magnolio o un níspero. Sin embargo no quisieron arrancar una hoja para examinarla de cerca, porque les gustaba que la amistad llenara el pensamiento de cuestiones sin resolver; así se prolongaba. Había familias picniqueras por ahí todo a lo largo de los prados, y a lo ancho, y dispersos amantes haciéndose mimos, o estibadores tumbados bajo los ebalnos, o niños con globos alrededor de las glorietas, como si todas las imágenes del antiguo arte del ocio, pinturas impresionistas, novelas de excursión campestre, películas policíacas con tómbolas y carruseles, se hubieran ordenado en un solo cuadro apagado. Esa tarde el río arrastraba mucha arcilla. Pequeños flaytaxis y alademoscas surcaban el aire húmedo dejando en el agua cobriza regueros de destellos. Sobre el horizonte curvo del oeste se desvanecían los bosques de Isla Onzena, los Islotes de Nadie y las torres acristaladas de Partlán. Los veleros navegaban con una soltura trabajosa, como vivencias en el espacio nítido pero viscoso de una película mental burguesa. (de "Cuando aparecen Aquellos", en "Los acuáticos")
| |