Ricardo Luque
Cecilia Roth lleva sobre sus espaldas una carga pesada y, como la hormiguita del cuento, no parece sentirla. En el ambiente del rock la señalan como "la Yoko Ono de la Trova Rosarina", y en contra de lo que podría suponerse la afirmación no es un elogio sino una acusación. Se dice, entredientes y en voz muy baja, que su influencia alejó a Fito Páez de sus viejos compañeros de ruta, de sus raíces, de la esencia de su arte. También, que su voz de sirena, susurrada al oído del músico rosarino, lo habría encantado, alejándolo de sus nobles propósitos y empujándolo a que se inmole, en virtud de vaya uno a saber qué mezquinos intereses, en la hoguera de las vanidades. Pero no es así. Si hay una presencia luminosa en la vida, y en la carrera, de Fito Páez esa es, sin dudas, la de Cecilia Roth. Fue el profundo amor que despertó en el músico el origen de su obra más brillante y vital. Porque con el correr del tiempo, y más allá de su descarada candidez, "El amor después del amor" se erigió como la obra cumbre del rosarino. Quizás por eso, por las extraordinarias ventas que obtuvo el disco y la independencia creativa que trajo aparejado su repentino bienestar económico, Cecilia Roth se convirtió en el blanco de los dardos de esa legión silenciosa y profundamente maliciosa a la que el éxito ajeno le da caspa y le da envidia. Es el destino de todo aquel que, queriéndolo o no, se codea a diario con el éxito, y la Roth lo sabe, acaso mejor que su marido, quien siempre ha sido y será un mozalbete un poco rebelde, un poco inocente, que comprende con exactitud de relojero suizo las cosas de la vida, siempre y cuando no sean las propias. Una cáscara de banana en la que resbala a menudo la gente con buenas intenciones. Y la Roth lo sabe porque es una mujer que aprendió las lecciones esenciales de la vida en los tiempos de oro de la movida madrileña. Una época difícil para España y, sobre todo, para los jóvenes, que tenían el mundo por delante y una historia de desgracias. Fue precisamente en ese momento cuando conoció a Pedro Almodóvar y se ganó su confianza. También, cuando rodó "Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón", la primera película del manchego con la que iluminó la pantalla. Porque si hay un lugar donde la Roth brilla intensamente es en la pantalla. Lo encontró sin buscarlo, y es su lugar en el mundo. Allí su melena rubia, su mirada triste, su sonrisa amplia y franca son un rayo de sol. Y no importa si sus personajes son tristes o alegres, si el destino que trazan las historias que le tocan vivir es negro de toda negrura, su presencia siempre es luminosa. Sucede en "Martín (H)", la película de Aristarain, y también en "Todo sobre mi madre", donde a su Manuela le toca vivir el peor de los calvarios, la muerte de su hijo, y sin embargo, en el fondo de su intensa mirada, sigue viva la esperanza. Esa es su mayor virtud: logra naturalmente que sus personajes, más allá de las penurias que les toque vivir, estén llenos de vida. Y no es raro que sea así, porque ella misma es así. Intensa. Desbordada. Pasional. Como toda mujer que se precia de serlo vive cada día como si fuera el único. Se nota en cada pequeña cosa que hace. En una película, en una sonrisa.
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