En los últimos cinco años, más de 15 mil rosarinos adquirieron una carta de ciudadanía cuando salieron de la villa para mudarse a un barrio con un plan de viviendas. La cifra representa sólo el 10 por ciento de los habitantes de asentamientos irregulares que hay en la ciudad, pero a ellos la mudanza les ha cambiado la vida. La mayoría dice que para bien, aunque hay matices. En una recorrida por barrios levantados con planes oficiales, La Capital dialogó con las familias para preguntarles cómo vivieron ese cambio. Las respuestas caen en dos grandes grupos. Una, la de quienes tuvieron un tránsito más o menos breve por la villa y conciben el traslado como una posibilidad de ascenso social. La otra, la de aquellos que, pese a valorar la nueva casa, sienten a la regularización como una carga que les cuesta sostener y añoran algunos beneficios secundarios de la villa. La diferencia de actitud no siempre es económica. Y, aun cuando lo es, la dimensión cultural parece determinante. Un dato es revelador: de cada diez familias, siete no pagan la cuota por su vivienda.
En una gran cantidad de casos -la mayoría- el desempleo del hombre de la casa conspira contra el cumplimiento de las cuotas de la vivienda nueva y el pago de los servicios. Muchos hogares afrontan la situación con el trabajo doméstico por horas de la mujer y las changas que cada tanto consigue el jefe de familia, un concepto socialmente en retroceso.
"No es que uno no quiera pagar, pero acá prácticamente nadie tiene trabajo", reflexiona Miriam, del llamado barrio Deliot, al frente de una modesta granjita y esposa de un herrero desocupado, dispuesto a hacer "cualquier changa".
Su afirmación es reflejo de lo que buena parte de las familias contó ante este diario, un dato corroborado desde el Servicio Público de la Vivienda, donde se admite que la falta de pago está entre el 65 y el 70 por ciento.
Para sobrellevar la situación, es moneda corriente transformar algún sector de la casa en un local de ventas. Carteles de changas a domicilio, quioscos, granjas, venta de grasa, de querosene o de lo que sea pueblan las calles donde se alinean prolijamente las casitas y dúplex. Algunos de estos comerciantes, como Miriam, sacan apenas para el puchero diario; otros, como Roxana, debieron cerrar su local porque "en los últimos días fue mayor el gasto de mantenimiento que las ganancias".
Pero ese espíritu emprendedor, claramente identificado con aspiraciones de clase media, no es una constante.
Unos 200 metros al oeste del barrio Deliot, en Rouillón al 5800, se levantan 58 viviendas de Rosario Hábitat. En este lugar, hace apenas un mes, se relocalizaron otras tantas familias que vivían en la villa La Tablada (sur de la ciudad), donde se levantará el futuro parque de Italia.
Allí Rosa, 34 años, un diente y 5 chicos, desgrana un rosario de quejas: que desde que se mudó le sacaron los 100 pesos del Pass (Programa de Asistencia Social Solidaria), que se quedó sin el desayuno y el almuerzo para la familia que le daban en un comedor de la villa, que en la escuela nueva a los chicos no les dan de comer, que su familia quedó lejos y ya no puede ayudarla.
El impacto que el traslado tuvo sobre esta estrategia de supervivencia, básicamente subordinada a la asistencia social y a redes solidarias, la lleva a sentirse "desesperada". Para colmo, dice, ya no puede engancharse y deberá pagar impuestos y servicios, algo a lo que no estaba acostumbrada. Y, dentro de un año, también tendrá que abonar 30 pesos mensuales por la casa.
A puro Direct TV
Frente a su ostensible pobreza, un detalle se vuelve revelador. Afuera, la ventana superior muestra una antena de televisión satelital. "¿Y cómo es que paga Direct TV?", le pregunta La Capital. Carmen tartamudea. "Era una promoción de 34 pesos para ponerlo y 43 pesos por mes, pero ahora -se ataja- lo vamos a sacar".
Su caso no es aislado. Aunque en este barrio la mayoría llegó directo de la villa y sufre fuertemente el desempleo, las antenas florecen como en ninguno. Y no se trata de un prejuicio. Se ve.
La línea que separa a los llamados "nuevos pobres" de los "pobres estructurales" es clave para comprender las diferencias que se tejen entre estas historias. Qué futuro se imagina para los hijos, cuáles son las prioridades del gasto familiar o de dónde se espera obtener recursos son algunas cuestiones que aparecen más signadas por los valores y el origen sociocultural que por el dinero efectivo con que se cuenta.
Hace cuatro años, Ermelinda y su familia obtuvieron una casa en Cochabamba y Lima. Su caso es emblemático. Oriunda del norte santafesino, llegó a vivir un año en una casilla de chapa cuando no pudo pagar más alquiler. "Entrar al plan nos cambió la vida", resume. Su esposo sí tiene empleo estable, lo que les permitió incorporar constantes mejoras en la casa y pagar las cuotas rigurosamente. El valor del "progreso" es eje en la planificación de su presupuesto; los de "higiene" y "belleza", en el ordenamiento del espacio familiar.
Un perfil similar muestra la casa de Roxana, de barrio Deliot. Resplandeciente, con flamantes alacenas "mandadas a hacer" y evidente valoración de la decoración hogareña. Desde que su esposo consiguió trabajo, pagan puntualmente la cuota y los servicios. Para reforzar el presupuesto, ella montó una granja que está separada por un tabique del comedor.
Los avatares de su infancia la hicieron recalar temporariamente en la casa de unos tíos en un asentamiento precario, así que sabe de qué se salvó. "Fue una experiencia malísima, muy fea", recuerda, por lo que no se cansa de dar "gracias a Dios" porque "salir de la villa cambia la vida".
En la recorrida eso se hace evidente. Paguen las cuotas o no, casi todos agradecen a su suerte. Las casas se ven bien, conservadas, y cada cual les pone lo que puede. Los nenes están mucho más limpios que en la villa. Es que ahora tienen baño y adentro no llueve. Y, al menos por lo que vio, La Capital da fe de que el asado no se hace con parquet.