La aparición de "El Dictador, la historia secreta y pública de Jorge Rafael Videla" (Sudamericana) se ha convertido además de una acontecimiento histórico-literario, en un fenomenal hecho político, así sea por coincidir la venta del libro con los días que se cumplen un cuarto de siglo del golpe de estado que desbrozó el camino para la instalación de un estado terrorista.
Maria Seoane y Vicente Muleiro, sus autores, trabajaron cerca de cuatro años en buscar documentos, testimonios, unir hechos aparentemente aislados, 120 entrevistas, alguna de ellas si se quiere sigilosa, por medio del talentoso periodista Guido Braslavsky Núñez a Videla, en vivo y en directo, tres charlas claves para ratificar lo que los investigadores suponían desde siempre: que el dictador jamás desconoció la trama represiva, la matanza de cerca de 30.000 argentinos, sobre los cuales -reconoce- no podía dar explicaciones y por eso la figura del "desaparecido" se une lastimosamente a los tiempos del terror.
Seoane y Muleiro son periodistas, pero no desconocen la metodología de la investigación histórica. Ambos exhiben una influencia beneficiosa de las lecturas a Eric Hobsbawn, el autor de la mayor historia del siglo pasado, el siglo corto, como él la definió dado que abarca el período de 70 años que van desde la Revolución Rusa que da nacimiento a la URSS, hasta su derrumbe con la caída del Muro de Berlín. ¿Qué se destaca en Hobsbawn, como método?: el papel de la sociedad, de las masas si se acepta un término hoy tomado de modeé en la construcción de la historia, no solamente, pero nunca excluyente, el papel de las personalidades, en este caso, del sector más concentrado de la economía y de las FF.AA.
Como el inglés Ian Kershaw, en su monumental (dos tomos de más de 1.100 páginas cada uno) "Hitler", Seoane y Muleiro, colocan a Videla, a la dictadura, como una consecuencia de la propia sociedad. ¿Cómo pudo El Dictador ejercer el poder absoluto, la vida y hacienda de millones de argentinos, sino contando con la aquiescencia y en los primeros años del llamado Proceso, con el beneplácito de los ciudadanos, que contemplaron el asesinato en masa y la propia devastación del país? Ya se sabe que no pocos autores, mencionemos a Daniel Jonah Goldhagen ("Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el holocausto"), sostienen la teoría de la "responsabilidad colectiva" de las sociedades cuando las dictaduras se sostienen con el tiempo, no se las enfrenta en el huevo de la serpiente, que nada tiene que ver con la cínica afirmación de que "los pueblos tienen los gobiernos que se merecen".
Un drama nacional
Sociedad, conflictos, necesidades objetivas del gran capital para insertar a la Argentina al proceso de globalización (casi una constante en cada golpe de Estado), están en cada concepto analítico de este libro que en primer término rescata de la ignorancia la existencia de Videla, una de las personalidades más misteriosas de la historia argentina, que los dos autores ayudan a conocer, reconstruyendo, a mi juicio magistralmente, el entorno pueblerino y familiar de conservadurismo (e ignorancia) profundo, insertado por prejuicios, que conforma ese carácter con dos rostros, el diurno y el nocturno, acertada manera para que las nuevas generaciones puedan entender porque casi el conjunto de la clase política lo tomó como el líder del "ala blanda" frente al ala pinochetista, confusión en las que cayeron radicales, comunistas, no pocos socialistas y peronistas, y muchos Estados cuando debieron definirse frente a la dictadura. Con todo, en Videla, los autores tratan de ser más prudentes al abordar colectivamente a la sociedad argentina; no cierran el debate, recuerdan el terror que les impidió manifestarse, rescatan con cuanto clamor respaldaron los juicios a los comandantes o en otros momentos como la reacción de un sector contra los "carapintadas". Hay mucha tela para cortar sobre esto y Seoane y Muleiro son conscientes de ellos.
Los autores descubren las raíces del equívoco, más allá de haber formado parte de la guerra psicológica que manejó Roberto Viola, la mano derecha de Videla, su sucesor que se jactó en su momento de haberle puesto la trampa a la mayor parte de la clase política y sindical. Sin duda Videla chocó con hombres como Benjamín Menéndez, porque mientras el primero marchaba a consolidar un movimiento cívico-militar que se legalizara en algún momento con la "cría del Proceso", los otros desconfiaron siempre de todo tipo de apertura, que la hubo, tanto como engañapichanga para mantener las esperanzas en el sector "moderado" como parte de un tortuoso juego de intereses dentro de la Junta Militar, que tuvo su emblema en los choques del videlismo con Eduardo Emilio Massera.
Pero, y lo enfatizan Seoane y Muleiro, una cosa era los datos periodísticos, superficiales, de esas contradicciones y otra era de hacer de estas una línea política, que en el caso del Partido Comunista se llevó a su máxima expresión, pero de la misma concepción participaron hombres como Ricardo Balbín que le pidió a algunos de sus correligionarios que entraran al gobierno militar para intentar cambiarlo desde adentro, sea por el peso de algunos funcionarios, sea por el papel en comunas o embajadas.
¿Cuánto de pánico motivó estas posiciones capituladoras? ¿En que medida, como en el caso del PCA, influyó la política exterior de la URSS que luego de año y pico de pésimas relaciones pasa a comportarse como socio comercial privilegiado no solo de los militares sino de parte de su base económica, los grandes grupos exportadores? ¿O fue su concepción subjetiva de un gobierno cívico-militar, con participación comunista, factor de tanto devaneo? Seoane y Muleiro ayudan a comprender la complejidad de esos vínculos de los que no escapó ni la Cuba de Fidel Castro, a pesar que la dictadura secuestró a uno de sus diplomáticos. La Habana jamás insinuó la ruptura de relaciones, aguardando, como Moscú, el momento en que los militares entraran en contradicciones con los norteamericanos, ocasión que les brindó la crisis que llevó a la guerra de Malvinas.
Después de leer este trabajo nadie podrá repetir, dice con acierto en la contratapa del libro el periodista Rogelio García Lupo, "que no sabía quien era Videla, la máscara del terror". Seguramente el ex militar nunca imaginó que serían dos periodistas y su equipo de investigación los que despedazarían la estrategia del silencio en la que intentó recluirse y revelarían al fin la desmesura de su crueldad. "El trabajo agotó en Buenos Aires su primera edición de 25.000 ejemplares y, por primera vez después de 10 años, la Editorial Sudamericana envió a Madrid 10.000 libros pedidos por librerías españolas", acaba de escribir el corresponsal porteño de "El País" de Madrid (aunque en realidad fueron 3.000). Se puede añadir que la editorial a marcha forzada prepara otras ediciones lo que resalta el interés de los argentinos por comprender el pasado.
Es un acontecimiento alentador que pese a la crisis y a las bajas ventas de libros, se vuelvan a convertir en sucesos las investigaciones históricas, de la que dan cuenta especialmente "Galimberti" o "Diario de un clandestino", porque la historia de Montoneros clama por una mirada no comprometida con esos años de "tomar el cielo por asalto", épica que requiere más reflexión, más investigación.
En "Videla" no hay desapasionamiento; en ningún instante sus autores intentan, como algunos les reprochan, una mirada no objetiva, si se entiende a esta la insistencia en los hechos de terror que acompañan cada momento de los largos años negros. ¿Cómo no referirse a casos paradigmáticos de la "guerra sucia"?: son todos, hechos históricos, probados por los tribunales de la Constitución Nacional y por lo tanto, objetivos.
La tortuosa personalidad del soldado hijo de militares, de larga prosapia de burguesía media agraria arruinada con los años, en Mercedes, donde nació Videla como en la provincia de su linaje, San Luis, encuentra en este trabajo una laboriosa investigación que permite comprenderlo como no lo alcanzaron siquiera sus compañeros de promoción o de la milicia que lo consideraban "un buen tipo", aún aquellos que nada tuvieron que ver con la represión o, en caso, se enfrentaron a ella, en mínima proporción, ya se sabe.
Dice Videla en su testimonio que ha negado en carta que publicó La Nación para "no incriminarme", pero ese texto no desconoce que recibió a Guido Braslavsky: "No, no se podía fusilar. Pongamos un número, pongamos 5.000. La sociedad argentina no se hubiera bancado los fusilamientos: ayer, dos en Buenos Aires; hoy, dos en Córdoba; mañana, cuatro en Rosario, y así hasta 5.000. No había otra manera. Todos estuvimos de acuerdo en esto. Y el que no estuvo de acuerdo se fue. ¿Dar a conocer dónde están los restos? ¿Pero, qué es lo que podemos señalar? ¿El mar, el Río de la Plata, el Riachuelo? Se pensó, en su momento, dar a conocer las listas. Pero luego se planteó: si se dan por muertos, enseguida vienen las preguntas que no se pueden responder: quién mató, dónde, cómo..."
El fin de una estrategia
En los memorando de los norteamericanos, como de los ingleses, soviéticos y de otros países, Videla era la cara blanda y por eso el gran mérito de Seoane y Muleiro es quebrar ese equívoco, exhibir al verdadero Videla: "Se rompe al fin la estrategia de silencio adoptada por Videla. Sin este trabajo, este tipo se iba a morir en medio de la sensación de ambigüedad que deliberadamente quiso provocar. La sociedad no sabía hasta ahora si Videla era un pobre hombre situado en ese lugar por una casualidad histórica o un criminal imperdonable. Ahora no quedan dudas. Videla era el jefe. Videla reconoce que sabía todo sobre los secuestros, las torturas, las desapariciones y los cadáveres arrojados al río o el mar. Con el silencio como escudo y una resignación cristiana, Videla, de 75 años, sólo se dejaba ver en público cuando asistía a misa", sostienen los investigadores.
Como ocurrió en la entrevista de Gabriela Cerruti con el ex teniente Alfredo Astiz, publicada en el semanario "trespuntos", cuando el marino "abrió su corazón", digamos, y exhibió su espíritu represor, antidemocrático, hubo voces que reprocharon que los dichos no hayan sido acompañados por una grabación. Es palabra contra palabra, un mendaz consuetudinario y dos periodistas con un bagaje profesional de primer nivel. De todas maneras, ambos muestran gran tranquilidad. "Si Videla quiere demandarnos, presentaremos pruebas de todo lo que ha dicho". Los dos sabían que el dictador no los recibiría, pero lograron que mantuviera tres extensas conversaciones "sin magnetófonos" con Guido Braslavsky, un miembro del equipo de informantes, entre agosto de 1998 y marzo de 1999.
Entonces Videla habló tranquilamente y dijo lo que ahora niega, pero el ex general no se imaginaba que gran parte de su testimonio iba a quedar registrado, aun contra su voluntad. Seoane explica: "Tenemos las cintas, por si hiciera falta". Y Videla dijo: "¿Si había duros y moderados? Je, je... yo estaba por encima de todos (...). Estoy seguro de que en este momento en alguna comisaría se está torturando, porque cuando se quiere llevar adelante una investigación en serio... (...). Para mí no hay guerras sucias. Hay guerras justas e injustas. El cristianismo cree en las guerras justas. Y la que hicimos fue una guerra justa (...). El poder no fue difícil para mí, no hubo ningún descontrol. Yo sabía todo".
Los autores sostienen más con pasión que con rigor histórico que "Videla es nuestro Hitler sin haber pasado por la cultura de Goethe, sino por la impronta bárbara de los estancieros de la pampa húmeda. Es el verdadero jefe de la dictadura más sanguinaria y cruel de la historia argentina y seguramente de las latinoamericanas del siglo XX. Es un dictador paradójico, porque no tiene la desmesura ni las características tipo de la mayoría, como Somoza, Trujillo o Stroessner, pero es un dictador aún más cruel que aquellos, con su estilo ascético, de raíz cristiana, inquisitorial, cuya verdadera trascendencia pública no podía darse por sus luces de estadista, sino por la matanza que produjo".
La personalidad de Videla está ligada a la maldad. Pero maldad es un concepto teológico o filosófico, no histórico. Identificar a Videla con el mal puede ser muy veraz pero no explicaría la tragedia argentina. Esa calificación o la condena al ex general y de aquellas FF.AA., de actitud tan detestables como este excelente trabajo explica, son más ricas y comprensible en la pluma de Seoane y Muleiro, como parte del fenómeno de readaptación de la economía y someter a la población mediante el miedo. La metodología represiva es de raíz nazi; la aplicó el hitlerismo para deshacerse de los enfermos mentales que arruinaban la raza y luego en masa, en el Holocausto.
Pero Argentina de los 70 no era la Alemania de los años 30. Fueron tiempos de ilusiones y pánicos a los cambios, coctel explosivo si los hubo. La homologación podría mal ubicar a los argentinos. Antes y después del golpe de estado, eran ciudadanos normales, que no tenían nada de malvados innatos, aunque hayan sentido alivio por la llegada de los militares, pero es exagerado decir que aceptaron su metodología. La pasividad, puede ser un modo de complicidad y esta investigación ayudará a la catarsis de muchos.
Los griegos entendían como Némesis a la diosa de la retribución, que aplica el castigo de los dioses por la locura humana de la arrogancia desmesurada, la soberbia sacrílega, la hubris. La hubris del individuo refleja muy de cuando en cuando en la historia fuerzas profundas de la sociedad y propicia una retribución de más largo alcance, por caso Napoleón. Nuestro Dictador no da para tanto no perdurará, no provocará adeptos en futuras generaciones, aunque en lo que le quede de existencia lo persiga la Némesis.
Vale la pena leer las 640 páginas de esta enorme investigación.