Durante 45 minutos, una vez por semana, ellos empapan de adrenalina doscientos metros de asfalto. Plantados en la calzada, contendrán el aliento hasta el momento de la largada y entrarán en trance cuando el semáforo de la costanera y Washington cambie de color y los dos preparados zarpen como bestias para unir poco más de dos cuadras. Se alterarán con el bramido de los motores y entonces, a los codazos y entre insultos, reclamarán que los motores vayan más a fondo. Son casi un millar. Colman las dos orillas del Paseo Ribereño. Están contentos. No reconocen otro deseo más que estar allí.
Cuando nace el viernes las picadas trastornan el paisaje de la costanera. También a sus participantes, que se agrupan en dos contingentes. Al más selecto lo integran los que corren con sus autos mejorados, con las levas y los carburadores retocados. Al más numeroso lo componen centenares de jóvenes parados en puntas de pie sobre el cantero central del paseo y hacia el límite de cada carril.
Desde los boxes
Llenan un bar cuya terraza es ubicación preferencial y no dejan una baldosa libre sobre la vereda de la estación de servicio EG3, que hace las veces de boxes. Son una tribu urbana porque comparten repertorios comunes: gestos, aspecto y conducta. La mayoría toma cerveza, pero nadie está borracho. Apenas pasaron la adolescencia. Calzan bermudas, llevan gorra y las cabelleras de varios lucen un fuerte tono amarillo.
El espectáculo empieza con puntualidad media hora después de la medianoche. El escenario, ideal, reúne toda la simbología del entorno automovilístico: están las luces y señales de tránsito, las líneas discontinuas del pavimento, canteros que parecen pianitos y mucho público.
La pista es la avenida Colombres y la largada está en el semáforo de Washington, la misma calle que enmarca a la estación de servicio EG3 y al boliche Timotea. Como el circuito es informal, se define por quienes están dispuestos al reto, pero lo más común es que se extienda desde allí hacia el parque Alem no más de 300 metros. Esa es la recta final, la zona caliente, pero si se decide extender la pista con un retorno hacia el norte, el límite no supera la rotonda de Puccio. Como dicen los chicos, la diversión va de rotonda a rotonda.
No hay apuestas
Llegar primero al punto de meta es, en estos duelos de honor, todo el premio en juego. Entre los que corren y los que miran no circula dinero ni hay apuestas. Las picadas nacen en forma espontánea, aunque los autos no lleguen allí en forma casual. Pasado el primer cuarto de hora del viernes, un rumor de escapes libres excita a los chicos —y a las chicas— que se llegan a ver las competencias.
Los coches son casi siempre medianos. Predomina la línea Fiat: 128, Spazio, Uno, Palio. También se ven Renault Clío, Ford Escort, Peugeot 406 y algún que otro deportivo de origen japonés. La mayoría están pintados de colores oscuros y con algunos ornamentos de la cultura tuerca, como faros de iodo o llantas de magnesio.
Cuando quedan alineados frente al primer semáforo se inicia el ritual. A segundos de la largada los competidores se retan como pavos reales pisando a fondo el acelerador. Desde los extremos de ambos carriles, los chicos invaden lo que a partir de ese momento se transforma en un circuito. Ni bien da el verde, los motores y las gargantas de los espectadores se acoplan en un solo rugido.
"Corren una bocha"
Los autos que pican están preparados en talleres mecánicos. "Corren una bocha. En esa distancia, un poco más de dos cuadras, llegan a una gamba treinta", explica en su jerga uno de los pilotos de medianoche. A su lado está el dueño de una cupé Chevy S-2 de color lila a la que parece dedicar lo mejor de sí. Por méritos de conductor y por la belleza del prototipo, el hombre (el chico) ha conseguido hinchada.
Su adversario es un Falcon Sprint de un gris impecable. Los conocedores de la competencia entre escuderías saben que una disputa entre Chevrolet y Ford es cosa seria.
Hace tres semanas que, con puntualidad, los dos bólidos se miden en la pista y dividen la tribuna. El viernes pasado los dos pilotos, para desilusión de muchos, no se enfrentaron. "Qué lastima, fue lo mejor de las últimas semanas, una maza. La semana pasada el Ford ganó las dos veces porque largó en amarillo para el lado del parque Alem. Aunque a la vuelta salieron parejo para el lado de La Florida y ahí también lo vacunó. Se ve que es un fierro posta", dice Laureano, parado en el carril norte del paseo.
"Hace tres meses pasamos de casualidad y vimos esta locura. Nunca más dejamos de venir. Acá puede pasar cualquier cosa y nos encanta ver eso. La semana pasada un Spazio se tragó a una Subaru Impreza. ¿Te lo podés creer? Al Spazio lo curtieron con una falopa grossa. Imaginate que le ganó. Lo bueno de acá es que nunca sabés qué va a pasar", se emociona otro tribunero semirrapado y con vincha.
La homogénea procedencia social de los seguidores de las picadas salta a la vista. Baste decir que la mayoría llega en autos de modelos recientes, algunos costosos, que quedan estacionados a 45 grados formando una apretada hilera de tres cuadras. Escucharlos conversar, de grupo en grupo, es entender rápidamente que todos están en tema.
No cesan de hablar de marcas y estilos. Conjeturan y polemizan sobre los motivos por los cuales uno gana y otro pierde. Algunos se ufanan de saber de antemano qué ocurrirá sólo con registrar los sonidos de los motores. "Sentí cómo regula ese Fiesta, no puede ganar", dice un líder de opinión de no más de 20 años, cuyo vaticinio, casualidad o no, se verifica.
Laautoridad
El tráfico común, el de los que no participan de la ceremonia, es poco fluido. Pero el avance de algún vehículo intruso, como un coche de la línea 153, obliga a aplazar por un minuto una de las largadas. El estruendo de los motores es incesante, pero en un momento todos los preparados se esfuman: es cuando aparece el primer patrullero, lo que parece ser parte del rito, ya que marca el final del pasatiempo. En un instante no queda un solo auto deportivo en la zona.
El viernes pasado, a la 1.10, la unidad 2.045 de la comisaría 10ª surgió a baja velocidad por el Paseo Ribereño y barrió con todo. Las tribunas lo saludaron con un abucheo sostenido que no se interrumpió ni siquiera cuando el conductor del móvil se detuvo. La semana anterior habían sido cuatro las patrullas. Como una imaginaria bandera a cuadros, le habían puesto el broche a la competencia.