Me gustaría creer en Dios para agradecérselo, pero sólo creo en Billy Wilder. De modo que, gracias Billy Wilder. Con esas palabras el español Fernando Trueba agradeció la obtención del Oscar a la mejor película extranjera en 1994 por Belle 'poque. Al día siguiente recibió una llamada: Te habla Dios, le dijo un agradecido y siempre sorprendente Billy Wilder, aunque después -alimentando su leyenda de hombre irascible- sostuvo que hubiera sido mejor que Trueba no se acordara de él, porque (decía) desde ese momento todos quienes lo veían se santiguaban ante su presencia.
Pero el agradecimiento a Wilder sirvió también para poner las cosas en su sitio: le hizo recordar al siempre insensible Hollywood la existencia de un maestro de maestros, del hacedor de obras impías e imperecederas, el creador que sigue disputando el cetro de genio a otros dos, a quienes también -de una u otra manera- Hollywood mismo supo castigar: Alfred Hitchcock y Orson Welles.
El libro de Ed Sikov, Billy Wilder. Vida y época de un cineasta (Tusquets), también busca sacar del olvido al creador de una consistente obra integrada por 25 filmes y muchos más (impecables) guiones de cine, para lo cual realiza una exhaustiva recorrida por lo que ha sido una intensa vida acompañada por el éxito. Salvo en el último tiempo, cuando, en la vuelta de tuerca de 1980, los nuevos dueños de Hollywood comenzaron a darle la patada a Billy Wilder, a echarle al descanso forzoso y al destierro de las pantallas de su inmenso genio, como señalara con extrema precisión el crítico Angel Fernández Santos, de El País de España.
Wilder siempre añoró a Ernst Lubitsch, del que fuera guionista, el excepcional director de Ninotchka o Ser o no ser, sobre quien siempre dijo que tenía un toque (el toque Lubitsch) irrepetible. Sin embargo, aunque él nunca lo llegase a aceptar (no soy más que un artista popular) existe también un inefable toque Wilder, que en su caso supone una rara conjunción de ironía, sarcasmo, ácido humor. Y mucha compasión.
En la traducción del libro de Sikov no se toma en cuenta la posibilidad de que las películas de este polaco-austríaco-norteamericano nacido en 1906 puedan haber circulado con otros nombres en castellano, además de los que le confirieron en España, de manera que el lector argentino difícilmente supiera de qué se le está hablando cuando se cita a títulos tales como Perdición, El gran carnaval, Con faldas y a lo loco, La tentación vive arriba, El apartamento, El ocaso de los dioses, En bandeja de plata o Aquí un amigo. Distinto hubiera sido si las referencias apuntaran a -respectivamente- Pacto de sangre, Cadenas de roca, Una Eva y dos Adanes, La comezón del séptimo año, Piso de soltero, El ocaso de una vida, Por dinero, casi todo o Compadres. A quienes vivimos en la periferia suelen ocurrirnos estas cosas...
Una pasión llamada cine
Wilder americanizó su nombre (era Billie Bilder y no Billy Uailder) a poco de radicarse en Estados Unidos, en 1934, país al que viajó cuando la presencia de Hitler en Alemania le imposibilitó continuar con la tarea de exitoso guionista en Berlín, dada su condición de judío de origen polaco. Previamente en Viena había debutado como periodista en un diario escandaloso, pero a poco andar inició su vinculación con el cine que fue intensa y de la que nunca más se apartaría.
Su incorporación al mundo del cine, al mítico Hollywood de entonces, fue rápida, como rápido resultó su dominio del inglés y luego de haber conformado una férrea dupla con el también guionista Charles Brackett y de escribirle guiones extraordinarios al gran Lubitsch, ocho años después de haber pisado tierra estadounidense ya estaba dirigiendo su primera película: El mayor y la menor o La pícara Susú.
El hecho de que una supuesta nena de 12 años interpretada por la adulta y bella Ginger Rogers atrajera al mayor Ray Milland no debe ser considerado, visto a la distancia, como un hecho circunstancial. En efecto, es factible advertir en ese filme de 1942 el dato irreverente, la puesta en circulación de una suerte de Lolita en un ámbito conservador y en el que la censura era extrema y totalitaria.
A partir de ese momento, es evidente, Billy y Brackett diseñaron una verdadera estrategia para tocar cuestiones ríspidas, estirando al máximo los límites del omnipresente Código Hays. La táctica reiterada para lograrlo consistió en ir elaborando sus sólidos guiones a medida que avanzaban con cada película. Si hubiesen entregado los guiones concluidos antes de cada producción seguramente la mayoría de ellos habrían ido al cesto de basura, condenados por la censura.
De esta otra manera podían negociar, estudiar esos propios límites, correrlos hasta lo máximo posible. Para ello aplicaron una segunda táctica: exageraban sus propósitos rupturistas y después retrocedían, pero siempre obteniendo algo en el camino. Película a película Wilder fue ampliando tales límites y pudo contar así, desde diversos ángulos, el envés del remanido sueño americano.
Por eso consiguió hablar sobre un alcohólico casi irredimible en Días sin huella; de un soltero que prestaba su departamento a los jefes para que se reunieran con sus amantes en Piso de soltero; de un guionista mantenido por una vieja estrella de cine en El ocaso de una vida; de un periodista corrupto en Cadenas de roca; de una casi relación extramarital en La comezón del séptimo año; del crimen por adulterio y por dinero en Pacto siniestro; del travestismo en Una Eva y dos Adanes. Y así de seguido.
Con Brackett primero, más tarde con I. A. L. Diamond, Wilder escribió notables películas que dirigió con autoridad (cuando no autoritarismo) y notable calidad de narrador cinematográfico. Es un clásico, partidario de que el director no se note, que la narración fluya ante el espectador agradecido. A diferencia de Hitchcock, en Wilder no se advertirán habilidades técnicas de excepción. No es tampoco operístico, grandilocuente, hijo del expresionismo, como Welles. Su estilo es sutil y a veces inadvertible, pero sus obras -en general- han soportado sólidamente el paso del tiempo porque destilan la contemporaneidad permanente de lo clásico.
Se dice, mal, que la mejor película de Hitchcock la hizo Billy y se llamó Testigo de cargo. Se dice, bien, que el cine negro nació con esa excepcional obra que es Pacto de sangre. Padre de la comedia, difícil que algún otro director haya alcanzado las cimas que suponen La comezón del séptimo año, Una Eva y dos Adanes, Por dinero, casi todo, Primera Plana y Compadres. Difícil que alguien haya podido mostrar a Hollywood como Billy se animó a hacerlo en El ocaso de una vida y en Fedora. Difícil que alguien haya podido igualar la desolación de Días sin huella, la melancolía de ¡Avanti!, la infidelidad matrimonial de Bésame, tonto, la misoginia de Primera plana, la corrupción innata de Cadenas de roca. Y así de seguido...
Años de olvido
Billy obtuvo seis Oscars de la Academia y excepcionales éxitos de taquilla con la mayor parte de las películas citadas, u otras que de tanto en tanto pueden verse en la televisión: Sabrina, Irma, la dulce. Desde joven coleccionó obras de arte y ya en su ancianidad era dueño de una notable pinacoteca valuada en millones. Hombre de inmensa fortuna -se le pagaba más que a las estrellas que trabajaban en sus películas, porque aseguraba el éxito- ha vivido amargado las dos últimas décadas porque, como antes se dijo, Hollywood lo dejó de lado luego de varios fracasos consecutivos.
Sikov recorre extensamente la vida del inmigrante, lo presenta como un déspota, poco y a veces nada solidario, mordaz, incisivo, pintándolo más mezquino de lo que en realidad dicen otros que es.
Tampoco es demasiado feliz el autor cuando comenta muchas de sus películas, especialmente las últimas, que si bien fueron fracaso de taquilla y registran sus fallas mantienen su innata calidad, como Primera plana (a la que el biógrafo ve lenta y envejecida) y Fedora, de la que no termina de advertir que es una de las más ácidas visiones del mundo del cine que cualquier director ha logrado entregar.
En enero de este año, acompañado por el exitoso director Curtis Hanson (el de Los Angeles confidencial y Fin de semana de locos, título detestable) Wilder, encorvado pero elegante como siempre, ingresó a la sede de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas, donde se le rindió cálido homenaje. Demasiado tarde porque, volvemos a Fernández Santos, celebran ahora en lo que queda de él lo que echaron a la calle cuando aún podía reducir al ridículo en una pantalla las burdas nuevas películas con que sustituyeron a las suyas y que él llamó excremento de pájaro.