Rodolfo Terragno
Ninguno de nosotros esperaba que el manejo de la economía fuera sencillo. La Argentina necesitaba tomar más dinero que el que podía devolver. Había que olvidarse de conseguir plata fácil y barata. Además, el 1 a 1 era una condena comercial: nuestros productos serían cada vez más caros y los de otros países cada vez más baratos. Para compensar esto había que bajar salarios (impensable) o impuestos (difícil sin aumentar el déficit). En lo social, nadie creía que la situación fuera a revertirse pronto. Ninguno de nosotros pensaba que fuera fácil terminar con la corrupción. No ignorábamos, en definitiva, que éramos depositarios de expectativas exageradas. Sin embargo, creía que un año después estaríamos mejor de lo que estamos. Hasta hace muy poco se podía negociar con los organismos financieros internacionales un acuerdo de largo alcance, que tranquilizara a los acreedores y diera margen para rebajar impuestos y financiar políticas activas. El Estado nacional tiene superávit primario: recauda más de lo que gasta. Si ha salido a pedir plata fresca fue para pagar intereses de la deuda vieja. Ese obstáculo al desarrollo debió sortearse mediante un puente financiero y usar los recursos para asegurarnos contra el riesgo de bajar IVA y Ganancias. Era el único modo para reactivar la producción y aumentar el empleo. No tomamos ese camino. Nos dejamos correr por los gurúes vernáculos y el mercadito financiero interno. Por temor al déficit, aumentamos impuestos, recortamos salarios y emitimos más papeles de deuda. Resultado: no crecimos, el desempleo aumentó y no controlamos el déficit. Terminamos yendo a gritar socorro en Washington, para obtener un blindaje que es pura garantía para los acreedores. Nuestro equipo económico hizo las cosas con la mejor voluntad, pero a partir de un diagnóstico errado. Creyó que la deuda no era el problema, que todo se reducía al déficit fiscal, al cual subestimó: cuando Roque Fernández decía que iba a ser de 2.900 millones, un estudio mostró que sería de 6.505 millones. Fue de 7.076 millones. El equipo económico se enteró tarde y reaccionó mal. Compró el criterio lineal de algunos comentaristas: Si baja el déficit caerá el riesgo país, bajarán las tasas, se abaratará el dinero, habrá reactivación y aumentará el empleo. Muchos descreíamos de este razonamiento, pero debíamos confiar en el plan diseñado por los expertos del presidente. Ya no. Pasado un tiempo, uno debe obedecer el mandato bíblico y juzgar el árbol por los frutos. Si la economía está estancada, el desempleo aumenta y el déficit previsto ya no es 4.700 sino 6.500 millones, el plan fracasó. Esa es la verdadera causa de la caída que sufrió la popularidad del presidente. Su imagen no se deterioró porque sea lento, indeciso, carente de liderazgo o desconfiado, como alegan algunos, sino porque asumió con decisión el liderazgo de un plan económico en el cual depositó una injustificada confianza. Hay que cambiar. No se trata de poner caras nuevas y listo. El problema no es que tal o cual ministro esté desgastado o no comunique bien. Necesitamos una política pragmática y expansionista. Pragmatismo (no caprichos) es lo que hace falta para tener verdadera disciplina fiscal. Expansionismo es lo que hace falta para crecer. Expandir la capacidad productiva, expandir el mercado interno y expandir la oferta internacional de la Argentina. Todo esto es perfectamente posible. Y costará menos que las políticas fiscalistas como la que pusimos en marcha hace un año: una política que nos hizo incumplir con todas las promesas y, encima, aumentar el déficit.
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