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 miércoles, 01 de agosto de 2007  
Reflexiones
La estatura del genio

Por Juan Cruz / El País (Madrid)

Ingmar Bergman te recibía en el Dramaten; era su casa, su teatro; en ningún otro lugar del mundo, ni en su isla secreta, se encontraba mejor. Rodeado de los fantasmas que alimentó, sabía que en la isla, o en Estocolmo le acechaba el niño que no dejó de ser nunca; y así te miraba, como si fuera un niño que hubiera traspasado, por fin, las puertas de su propio pudor. Pues de eso fue su cine, decía, de lo que la niñez deja en los ojos. En un momento determinado, además, se interesaba por los ojos del otro: "¿Y usted, y esos ojos?". El decía que sus ojos estaban llenos de las lágrimas que no pudo decir; su cine, decía también, era como el escupitajo que nunca despidió en la escuela o en su casa. Cuando le vimos, en el Dramaten, una fría, gélida mañana de diciembre de 1989, estaba decidido a empezar otra vez, se acabó el silencio.

No daba entrevistas nunca, y la que nos dio fue por culpa de nuestra insistencia y sobre todo de la de Gabi Gleischman, periodista húngaro, muy amigo suyo. Bergman accedió a regañadientes, pero nos esperó atado, casi, a la habitación espartana en la que sólo había un florero con plátanos. Cuando le dimos la mano, él bajó la suya, enorme, larguísima, que entonces tenía pendida del quicio de la puerta; hizo un movimiento de reconocimiento, como si le pesara hasta el aire. Le entramos por la infancia, que es el tiempo total de su vida, pero antes le estuvimos escrutando, como se escruta a los animales maravillosos, mientras Luis Magán le hacía fotografías. Era poderoso y grande, e iba vestido como un leñador austriaco. Nos habló del teatro, y del teatro español; estaba fascinado por una producción (inolvidable) de Lluis Pasqual, la que hizo éste con los textos de "El público", de Federico García Lorca. El quiso llevar al Dramaten esa producción, pero ocurrió algo y no pudo ser. Le hablamos del cine (conocía a Berlanga, a Saura, aunque no tenía demasiada información), y se fue haciendo con la conversación y el escenario; nos colocó en el sitio justo ("usted tiene que estar a favor de la luz, es que usted es quien pregunta"), y terminó copiando los movimientos de Magán hasta que él mismo tomó la cámara en la mano para decirnos cuánto estaba disfrutando de aquella conversación inesperada.

El mismo nos preguntó por España, por la situación que vivíamos, por la cultura; él era reacio a las preguntas, estaba allí por la obligación del afecto que le había sido inducido; "es difícil ver a alguien durante una hora", nos dijo; "Te puedes encontrar con alguien que no te gusta y tienes que sentarte con ese alguien durante una hora". Continuó: "Lo que sale de allí son simples opiniones y malos entendidos".

Rompió la atmósfera gélida de la mañana; se fue acercando al objetivo y al entrevistador desde que dijo lo siguiente: "Soy un niño. Ya lo dije una vez: toda mi vida creativa proviene de mi niñez y emocionalmente soy un crío. La razón por la que a la gente le gusta lo que hago es porque soy un niño y les hablo como un niño". Sus ojos eran los de un crío asustado; poco a poco se fue calmando esa imagen abrupta de su cara: una cara larga y pálida que iba creciendo en picardía a medida que avanzó la conversación. Podría parecer frío, nos dijeron antes, y él mismo lo dijo, pero no soportaba guardar "para siempre" las emociones, y no soportaba que su cine, su literatura o su teatro se cogieran con pinzas quirúrgicas. "Me gusta cuando la gente lee algo que he hecho siempre que se me escuche con el corazón y con las emociones".

Al final de la conversación, cuando ya era de noche en el Estocolmo oscuro de todos los inviernos, nos dijo, abrazando a cada uno de los presentes: "Ahora tengo 71 años y he hecho muchas cosas, pero no he podido hacer todas las que me gustan, así que he decidido ponerme a ello. Y empezaré leyendo". Por la noche nos envió un mensaje que ahora he visto que está también en la transcripción completa de la entrevista: "Al principio estaba algo nervioso; deseé que ustedes no vinieran nunca". El genio, aquel hombre inmenso, era un niño que no quería intromisiones en su alma. Todavía.


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