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 domingo, 28 de enero de 2007  
Panorama dominical
Aquellos años setenta

Julio Villalonga

Como suele suceder con muchas otras discusiones en nuestro país, el incipiente debate sobre la violencia política en los 70, y el papel que a cada uno de los protagonistas le cupo, amenaza con esconder más que lo que podría revelar. En primer lugar, el diputado nacional Carlos Kunkel formuló esta semana unas declaraciones en las que consideró que el ex presidente Juan Domingo Perón no tenía vinculación con el accionar de la Triple A. Cuando se lo consultó acerca de si Isabel Perón sí había tenido alguna responsabilidad, fue intencionadamente más cauto y relativo: “Creo que no”.

  Kunkel fue diputado de la Tendencia Revolucionaria, la organización política de masas que tenía vasos comunicantes con Montoneros. Como tal, visitó a Perón en Olivos dos meses antes de su muerte y unos días después del copamiento del regimiento de Azul por parte del ERP. En esa ocasión Perón fue durísimo con sus interlocutores juveniles, a quienes les advirtió que no aceptaría nada “fuera de la ley”, en alusión al violento enfrentamiento entre Montoneros y los sectores sindicales del peronismo que menos de un año antes había llegado a uno de sus picos con el asesinato del líder de la CGT, José Ignacio Rucci, muerte que Montoneros había reivindicado.

  Si los sectores juveniles de la resistencia peronista habían sido funcionales a la estrategia ideada por Perón para desgastar a la dictadura del general Alejandro Agustín Lanusse, aquel día en Olivos quedó en claro que el anciano líder había tomado partido por los sectores más retrógrados del peronismo. Incluso, en aquel duro monólogo frente a los legisladores de la Tendencia Perón amenazó que si lo llevaban por el camino de la ilegalidad no dudaría en responder “ojo por ojo, diente por diente”.

  Ningún análisis político, hoy, puede obviar que la década del setenta contuvo aspectos inéditos en casi todos los planos. Y que la violencia política, que respondía a diversos factores pero tenía alcance mundial, tiñó de rojo sangre las discusiones de los dirigentes de entonces. La política se hacía tirando cadáveres arriba de la mesa, para negociar.

  Esto que en nuestros días puede parecer inconcebible, al menos del modo en que ocurría entonces, impide que teoricemos basados en valores que en 1973 o 1975 no lo eran. Unos pedían en los medios la cabeza de otros y éstos respondían del mismo modo. El ERP siguió adelante con su política de provocación al poder establecido en medio de un gobierno democrático, algo que con los resultados en la mano obligaría algún tiempo después a una especie de autocrítica a Roberto Mario Santucho, un dirigente que parecía estar blindado ideológicamente. Montoneros volvió a las armas cuando todavía no se había enfriado el cadáver del general. Y la Triple A de José López Rega nunca dejó de actuar en el interregno 1973/76 y siguió haciéndolo después subsumida en los grupos de tareas de las Fuerzas Armadas.

  Cuando miramos hacia atrás, sea treinta, cincuenta o cien años, el mayor peligro es la simplificación. El decreto que ordenaba la “aniquilación” de las fuerzas insurgentes, firmado por el presidente provisional Italo Argentino Luder, fue un intento (hoy pareciera que patético) de la dirigencia política —del PJ y de la UCR, básicamente— por aplacar las demandas de los sectores económicos más concentrados y de sus instrumentos, las Fuerzas Armadas, que querían algún instrumento legal para completar la tarea ya iniciada de “limpieza” de los incipientes focos guerrilleros y que luego serviría de pretexto para continuar con todos aquellos que simpatizaran con la llamada causa nacional y popular, fueran actores, dirigentes sindicales combativos o legisladores. Dividir en la actualidad las aguas políticas de aquel momento con claridad es una tarea ímproba pero indispensable. Sobre todo porque muchos jóvenes de los 70 tienen hoy responsabilidades en el gobierno y porque muchos herederos —ideológicos— de los Martínez de Hoz o de los Harguindeguy también se encuentran ubicados en lugares dirigenciales, en especial en la órbita privada.

  En los 70 todo estaba en discusión. Y cuando decimos todo nos referimos al modelo de país que pensaban la derecha y la izquierda. Porque, como ha pasado siempre, el debate era amplio debido a que la ebullición política era enorme, aunque la discusión más profunda está claro que no incluía a las amas de casa, a los obreros de la construcción o a los canillitas. Tanto es así que después de muchos años de violencia y discusiones de sordos, la sociedad argentina les dio la espalda a los grupos más radicales y a la desprestigiada clase política para aceptar, con alivio, la llegada del golpe, que traía consigo una carga enorme de ideología (una mezcla de liberalismo económico con totalitarismo) pero también la promesa de paz y orden, dos valores siempre apreciados por los sectores medios de nuestra sociedad, que nunca midió costos.

  Cuando nos paramos en este comienzo de milenio y miramos hacia atrás, lo mejor sería que no siguiéramos mintiéndonos. Nadie está libre de pecado, lo que no implica que no podamos o no debamos tirar piedras. Implica que asumamos las ataduras, que digamos desde dónde hablamos.

  De lo contrario pasaremos por este debate como sobre tantos otros, sin crecer, mezquinos.
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