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 domingo, 16 de octubre de 2005  
Groenlandia, la isla más grande del mundo

Daniel Molini

La mayoría de las personas que llegan a Groenlandia -a menos que repriman voluntariamente la curiosidad geográfica- lo hacen repletas de información.

De tal modo saben, perfectamente, que pondrán los pies en un territorio singular, con todos los atributos de una isla inmensa, la más grande del mundo, gracias a sus 2.175.000 kilómetros cuadrados.

Una isla tan grande que transforma todos los datos que contiene en superlativos: 40.000 kilómetros de costa, tres horarios diferentes; 750.000 kilómetros cuadrados de Parque Nacional y el 83 por ciento de su superficie ocupada por una profundísima capa de hielo, anclada a las rocas desde hace miles de años, formando una masa blanca, fría y frágil de más de 4 millones de kilómetros cúbicos.

La población es casi testimonial: 56.000 habitantes, que viven diseminados en 16 ciudades, dedicados a la pesca -95 por ciento de las exportaciones dependen de ella- y al turismo, pues los recursos provenientes de la minería, antaño muy importantes, están prácticamente agotados.

Groenlandia pertenece a esos lugares donde el asombro, que comienza con la información previa y continúa in situ, se retroalimenta a sí mismo, haciéndose mayor conforme la realidad que aparece ante nuestros ojos se encarga de reducir, a tamaño microscópico, todo lo imaginado.

Como un anticipo del gran espectáculo, y antes de dejarnos en tierra, el barco que nos traslada desde Islandia atraviesa el canal de Prins Christiansund: 70 millas de un estrecho que vincula -en el sur de la isla- mar de Oriente con mar de Occidente, trazando un surco festoneado donde el único elemento ajeno a la naturaleza parece ser la chimenea del navío.


Por los fiordos
La experiencia de navegar en un fiordo estrecho, de apenas 100 metros de ancho, acomodados en un barco de 20 toneladas que lo ocupa casi todo, es interesante. El color del agua, de un azul intenso, provoca un efecto hipnotizante, que el movimiento lento de la nave consigue incrementar.

El fiordo de Christiansund tiene un trazado caprichoso, repleto de acantilados, entrantes y salientes que convierten el paisaje en un panorama de ensueño, como el de esas fotos "irreales" que promocionan países, o viajes, o modas, donde se muestran espejos de agua, montañas y naturaleza incontaminada.

Prisioneros del asombro, uno retrotrae la percepción a la de los primeros exploradores, aquellos que le pusieron nombre a la geografía que nos deja con la boca abierta.

Afortunadamente, la función es continua: costa irregulares, erosionadas por siglos de viento; cataratas generadas por la fuerza del deshielo; icebergs de formas diversas que compiten contra el mar que los quiere engullir, en una contienda que termina siempre igual: disueltos un poco más al sur.

En el horizonte todo se tiñe de blanco o marrón; blanco transparente, puro de hielo y marrones de piedras, las más antiguas del mundo. Varias horas de navegación después, el barco llega a Narsarsuaq, y lo que puede verse desde lejos rompe un poco con la armonía de la tierra virgen.

Anclados en una especie de bahía -el poblado no tiene un puerto importante- nos trasladamos a la costa en barcas pequeñas. Desde el punto del desembarco hasta el centro de Narsarsuaq existe una distancia que se acorta caminando 20 minutos.

El lugar, tremendamente recogido, nos espera con sus mejores galas y todas las infraestructuras -que no son muchas- dispuestas: un aeropuerto minúsculo, una escuela, una oficina de turismo que hace funciones de cafetería y museo y dos antiguos autobuses amarillos, yendo y viniendo, hacia y desde el muelle precario, por el único camino asfaltado.

Cuando la vista consigue huir del horizonte inmediato y comienza a ver más allá descubre un mundo de montañas y glaciares, riachuelos de aguas que bajan frías y revolucionadas, otros -productos del deshielo- que lo hacen más tranquilos, y un lago que se resiste a transformarse en valle, permutando las aguas de evaporación por las que le llegan de zonas vecinas.

Mas acá las huellas, con intervenciones poco ortodoxas, de la civilización y la minería. Materiales abandonados, restos que tardarán siglos en degradarse y cicatrices de maquinarias pesadas que provocan ayes de lástima y dolor. Un hotel, quizás sobredimensionado para tan poca oferta, es la única referencia a un turismo incipiente, fundamentalmente constituido por caminantes, exploradores y montañistas que llegan en helicóptero o en las avionetas de Air Greenland.

Alrededor de 126 groenlandeses habitan la ciudad de Narsarsuaq: "Un área donde se desarrollan 240 especies de flores y plantas, con abundancia de focas y ballenas..."

Algo serio tiene que estar pasando porque en rigor a la verdad no se ven tantas flores ni plantas. Tampoco los enormes mamíferos marinos consiguieron mezclar su presencia con la nuestra. Algo serio tiene que estar pasando para que el hielo se derrita de la forma en que lo hace, y la alegría de la vida se aleje de las costas.
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Una gran masa de hielo ocupa el ochenta por ciento de la isla.

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