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 sábado, 30 de abril de 2005  
Trabajadores

Carlos Duclós / La Capital

Como siempre, el hombre se encargó de desvirtuar la circunstancia existencial que comenzó cuando Dios castigó a los primeros seres humanos por haber comido del árbol del bien y del mal diciéndoles: "Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que retornes a la tierra de donde fuiste tomado". El Eterno no formuló legados para la descendencia en el sentido de que habría distinguidos en el marco del trabajo. Por tanto el trabajo debió ser, y es, una condición intrínseca al ser humano. Así, la humanidad no puede dividirse en trabajadores y no trabajadores. Pero como siempre hubo seres talentosos, no obstante que usaron su inteligencia para propio beneficio desterrando del corazón la solidaridad, surgió una división que se acentuó en el modernismo: trabajadores humillados y trabajadores distinguidos que aportaron su conocimiento y capital. La abogada y periodista Concepción Arenal decía que "proteger el trabajo es proteger la virtud, consolar dolores, arrancar víctimas al crimen y a la muerte". Pero la separación a la que se vio sometida la humanidad por otra parte de la humanidad no contempló este ideario amoroso.

Debe decirse que la división no hubiera sido nefanda de no ser por ese egoísmo que se exacerba en el poderoso. Es curioso cómo la mente humana puede obnubilarse cuando se percata de que ha logrado poder. Cualquiera sea el carácter de este poder, logra debilitar la virtud de la humildad y apartar el amor. Ha sido por este motivo que el trabajo alojó a dos clases de trabajadores antagónicas: los obreros humillados, aprovechados por tener como único capital la mano de obra, y los trabajadores capitalistas e ingeniosos pero, claro está, en general desprovistos de solidaridad. Esta carencia los llevó muchas veces a ser crueles, desconsiderados por la vida que no se acaba en lo fisiológico, sino que se extiende hasta lo espiritual. Esta clase de trabajadores traicionó al resto de los hombres y a Dios. El hecho trágico del mes de mayo en Chicago que dio origen al Día de los Trabajadores no es sino un punto de referencia en la historia, porque la sublevación contra el poder opresor había comenzado antes. Recuérdense si no los movimientos de los esclavos no sólo en Norteamérica, sino en diversos países y en las mismas tribus africanas que lucharon contra "la barbaridad civilizada". No es necesario ir a otras partes del mundo. Basta reparar en el hecho de que etnias enteras fueron diezmadas en suelo argentino a manos de un conquistador que traía a su lado la cruz del amor, pero sometió a los aborígenes a la humillación de las encomiendas.

Era razonable esperar que esta actitud de los trabajadores poderosos diera origen a una reacción de los humillados que alcanzó su paradigma en la lucha de clases siendo el propósito la igualdad. Un sustento filosófico inaplicable en los hechos porque por su propia naturaleza el hombre, como individualidad, no puede ser igual al hombre y en consecuencia tampoco pueden serlo sus circunstancias. Así las cosas se equivocó la lucha y en lugar de encaminarse hacia el logro del derecho a la vida digna de todos los seres humanos se luchó por una utopía: la igualdad. Por un tiempo, con un comunismo que incluso desvirtuó al propio pensamiento marxista, una parte de la humanidad sobrevivió bajo este régimen, pero como nada se mantiene contra la naturaleza, el desmoronamiento fue inevitable. Como será inevitable el desmoronamiento de un liberalismo irritado y perverso que tiene al hombre como un número y no como un ser creado a imagen y semejanza de Dios. No habrá justicia en la humanidad, y por tanto no habrá paz, mientras no se comprenda que trabajadores son todos los seres humanos, mientras no se entienda que no obstante que la igualdad es imposible los derechos pueden y deben ser levantados y que la economía debe estar al servicio de la humanidad.
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