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 miércoles, 27 de abril de 2005  
Reflexiones
La democracia empieza por el país de uno

Por Joseph E. Stiglitz / El Pais (Madrid) (*)

El gobierno de Bush ha convertido la expansión de la democracia en el centro de su política exterior. Es una vocación mucho más noble que la mera expansión de la hegemonía estadounidense. La cuestión es si eso es realmente lo que Bush quiere, y si verdaderamente sabe qué significa la democracia. La administración de Bush ha elogiado las elecciones municipales saudíes, pero ¿qué hay de los derechos de las mujeres, incluido su derecho al voto? Recibió con satisfacción el derrocamiento del líder democráticamente elegido de Venezuela (si es que no participó en él), pero sigue respaldando al dictador militar de Pakistán. Critica al presidente ruso, Vladimir Putin, pero sólo cuando ataca a intereses empresariales. Y quizá manifieste su preocupación por la concentración de medios de comunicación en Rusia, pero mantiene silencio respecto a la concentración de medios en Italia.

Hay, en un sentido más básico, un asomo de hipocresía. El gobierno de Bush tiene razón al resaltar la importancia de las elecciones, sin las cuales la democracia es inconcebible. Pero la democracia supone más que elecciones periódicas, y la legitimidad de dichas elecciones depende de la confianza de la opinión pública en el propio proceso electoral. A este respecto, las dos pasadas elecciones presidenciales estadounidenses difícilmente han constituido modelos para el mundo. El ex presidente Jimmy Carter, cuyo centro de Atlanta realiza seguimientos de elecciones de todo el mundo, ha expresado dudas sobre si las recientes elecciones celebradas en Estados Unidos cumplen los principios que el país debería proteger. Mientras que el ex presidente Bill Clinton intentó garantizar que todos los estadounidenses con derecho a voto se inscribieran para votar, los republicanos han intentado dar marcha atrás a estos avances, poniendo obstáculos a la inscripción y a la votación. La tecnología moderna permite instalar un registro en papel en las máquinas de voto, a poco precio; pero varios Estados optaron por no proporcionar esta mínima seguridad.

Aparte de las elecciones, los ciudadanos sólo pueden controlar de manera efectiva al gobierno si están bien informados. Por eso es tan importante el derecho a conocer las leyes. Por supuesto, los políticos prefieren trabajar en secreto, sin supervisión. Nadie se imagina contratar a un empleado y permitirle que no informe a quien le emplea sobre qué hace en su trabajo. Los políticos trabajan para la ciudadanía, que tiene derecho a saber qué hacen sus empleados. Los ciudadanos tienen derecho a saber cómo se gasta su dinero y a quién se consulta para establecer políticas. Tienen derecho a saber si Enron y las empresas petrolíferas están influyendo en la política energética. Tienen derecho a saber por qué Estados Unidos, y el mundo, fue engañado con falsas afirmaciones de que Irak disponía de armas de destrucción masiva.

Mi investigación se ha centrado en las consecuencias que las asimetrías de la información tienen para el funcionamiento de la economía. Pero una falta de información precisa tiene consecuencias igualmente graves, o más, para los procesos políticos. La decisión de declarar la guerra a Irak es el ejemplo más drástico a este respecto, pero ha habido otros muchos en el Estados Unidos gobernado por Bush. Puede que el incluir las prestaciones de medicamentos en el Medicare, el programa sanitario para los ancianos estadounidenses, haya sido una decisión correcta. Pero restringir la capacidad de la administración pública para negociar con las empresas farmacéuticas ha sido un puro regalo, y nada justifica el haber proporcionado información enormemente distorsionada sobre los costes, que ahora se calculan superiores a 1,1 billón a lo largo de la próxima década, el triple de la cantidad original proyectada por el gobierno de Bush. Actualmente este gobierno está envuelto en una campaña de desinformación sobre la inminente crisis de la seguridad social. Aunque debería hacerse algo, la magnitud del problema difícilmente presagia una crisis. Por el contrario, con una fracción de lo gastado en los recortes tributarios de 2001 y 2003, sería posible dar una base sólida al sistema para los próximos 75 años.

La buena información no sólo exige el derecho a saber, sino también el derecho a contar cosas: unos medios de comunicación diversificados. Hay, como hemos señalado, quejas justificadas sobre la falta de diversidad en las emisiones televisivas rusas, pero Bush no se ha opuesto a los esfuerzos de la Comisión Federal de Comunicaciones estadounidense para debilitar las leyes sobre concentración de medios. La democracia exige también reconocer los derechos individuales. Socavar cualquiera de los derechos individuales pone en peligro los derechos de todos. Pero durante el gobierno de Bush, Estados Unidos ha menoscabado derechos civiles básicos, como el hábeas corpus, que garantiza a los individuos el derecho a una revisión judicial cuando el Estado los detiene. La larga retención de docenas de individuos en Guantánamo -sin acusación y sin juicio- es una abrogación básica de este derecho. Afortunadamente, aunque Bush no entienda dichos principios básicos, los tribunales estadounidenses sí, y ahora, si bien con cierto retraso, están obligando a su gobierno a respetarlos.

Por último, ¿de qué sirve el derecho a voto si no se reconoce el derecho a un nivel de vida mínimo, como aparece contemplado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos? En países donde buena parte de la población vive por debajo del nivel de subsistencia, resulta muy fácil comprar votos. Pero los únicos derechos económicos que el gobierno de Bush reconoce son los de propiedad intelectual, que anteponen los intereses de las compañías farmacéuticas a los de los pacientes con enfermedades mortales, y la libre movilidad de capitales, que tan perniciosos efectos ha tenido en muchos países. La democracia estadounidense sigue siendo la envidia del mundo, y es bueno que el gobierno de Bush sea ahora el paladín de la expansión forzosa de la democracia. Pero sería mucho más creíble, y tendría mucho más éxito, si se fijara más en el propio Estados Unidos, si examinara con más honradez sus propias prácticas, y si iniciara una discusión más amplia sobre qué significa realmente la democracia.

(*) Economista estadounidense. Premio Nobel de Economía 2001


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