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 domingo, 13 de febrero de 2005  
Interiores: Proyecciones

Jorge Besso

Unos cuantos de nosotros somos antes hijos del cine y de la radio que de la televisión. En mi pueblo, San Jorge, había tres: el Argentino, el Edison y el Plaza que fue el primero en desaparecer bastante antes de que empezaran a cerrar sus puertas y a apagar sus proyectores. Aunque haya menos salas, el cine sigue manteniendo vivo un prestigio que la televisión nunca alcanzó. Entre ambos existe desde el comienzo una competencia visible y otra invisible, además de las múltiples relaciones entre los dos escenarios con producciones y actores muchas veces compartidos. Pero lo que comparten esencialmente, ya que es lo que los hace ser, es la pantalla.

Las diferencias entre una y otra pantalla siguen siendo notables y no sólo por la diferencia de nitidez ya que ahora las televisivas son cada vez más grandes, más chatas y con plasmas y demás artilugios que la acercan mucho a la consistencia de la pantalla del cine. Claro está que son para los ricos ya que tienen un precio de película con lo que en realidad la mayor nitidez es la diferencia entre ricos y pobres. Sin embargo es más que probable que en un tiempo el precio vaya bajando de las nubes, y algunos menos pobres se metan en el calvario de las cuotas y alcancen la super pantalla.

Seguramente será el momento en que los ricos tendrán las televisiones maxi plus con gran cantidad de pulgadas, y con un codificador muy caro pero que permitirá que al pulsarlo los personajes se salgan de la pantalla y se instalen en living de los millonarios. En el improbable caso de haber ganado el quini tendríamos por fin la oportunidad de sentar a Grondona en nuestro sillón para pegarle con el puño lleno de verdades o con los puños apretados, en la hipótesis más que segura de que nuestras palabras le resbalarán. O acaso un programa mucho más interesante como sería sentar en nuestra mesa a Nicole Neuman o a Facundo Arana, según género o hábito.

Volviendo a las pantallas, las de los cines tienen domicilio ya sea en los shopping o en otro lugar. En cambio las de la televisión están en el de cada cual. Independientemente de la obviedad de que se ven películas en los domicilios, el cine nos hace salir mientras que la tele nos hace quedar. Es la diferencia entre lo activo y lo pasivo. Pero hay mucho más, ya que el cine y la tele comparten algo más, y ese algo más son las proyecciones que cobran una especial realidad cuando emergen de dichas pantallas.

Llegados a este punto se puede convocar al escenario de la comparación a un tercer invitado: el aparato psíquico humano. Como se sabe, dicho aparato es más que complicado y tiene dos grandes movimientos: sus proyecciones y sus introyecciones. Proyectamos e introyectamos todo el tiempo desde el primer instante (y por lo que parece hasta el último). Ahora bien, en el seno de la proyección convive un recurso muy humano y que a la vez puede resultar muy patológico (lo cual no es de extrañar tratándose de los susodichos humanos) y ese recurso, o mejor aún, ese dispositivo muy usual es la atribución.

Somos bastante atrevidos haciendo atribuciones lo que en términos generales da como resultado que haya dos grandes clases de atribuciones:

u Las atribuciones propias.

u Las atribuciones ajenas (con respecto a los otros).

Las primeras autoatribuciones son a la vez la causa y el resultado de las virtudes y defectos que nos atribuimos en un equilibrio más que inestable, ya que ese es uno de los campos donde se juega el clásico de los clásicos entre lo objetivo y lo subjetivo. También, claro está, entre lo positivo y lo negativo por ese hábito de bipolaridad que tenemos y padecemos, razón por la cual atribuimos sucesos que tienen su propia lógica causal a nosotros y a nuestro destino. Así, si una paloma por caso, nos arroja su desecho pensamos no sólo que el ave tuvo cierta intencionalidad al respecto, sino que somos los agraciados beneficiarios ya que el detrito fecal de paloma trae suerte o al menos plata que no siempre es lo mismo.

Lo contrario se dice si por distracción pasamos debajo de una escalera, momento en el cual nuestros números del quini se van al pozo justo cuando nos iban a dar el pozo. Pero las atribuciones ajenas, es decir con respecto a los otros, pueden ser tanto o más complicadas ya que el otro suele ser una suerte de pantalla donde vemos una película que en realidad nos impide ver la verdadera película que el otro proyecta. El saber popular sabe mucho de estas cosas cuando afirma que el amor es ciego sólo que se trata de una ceguera por ver demasiado, y no por ver poco.

Visto de esta forma el humano es un aparato proyector que, obviamente, convive con otros aparatos proyectores y donde unos y otros luchan cada día, precisamente, para no quedar reducidos a la dimensión de aparatos a lo que muchas veces nos reduce la tele (y de la que nos salva el cine) en tanto y en cuanto siempre puede ser una puerta a la reflexión. Entre las proyecciones propias y las de los otros convive más o menos milagrosamente la realidad que apenas compartimos entre todos. Además hay atribuciones y proyecciones individuales como también sociales, por lo general pobladas de prejuicios como las versiones que cada pueblo tiene sobre los otros, o sin ir más lejos cada familia sobre las otras.

Hay quienes piensan a Dios como una gigantesca proyección social en distintas versiones de acuerdo al rincón del planeta de que se trate. Lo peor es cuando se introyecta semejante idea y alguien se cree Dios en la tierra y se reúne con sus fieles en la Casa Blanca norteamericana para dirigir al mundo (como ha dicho recientemente a propósito del segundo mandato). En tal caso el enorme peligro que significa apenas disimula la enorme estupidez que representa.
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