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 domingo, 16 de enero de 2005  
Cuentos
La lista

Verónica Laurino

No podía tachar su nombre. Aún no. Cada vez que tomaba asistencia y debía saltearlo, se abría un profundo dolor, hubiera deseado nombrarlo, hubiera deseado un "Presente", hubiera deseado que viviera. La próxima lista de alumnos, intuía, la imprimirían sin su nombre. No era justo, la muerte, a edad temprana o a deshoras, es una injusticia mayor.

También, me lo recordaba un examen, en el que había sacado una muy mala nota, un examen que por suerte no alcancé a entregarle y que ahora resultaba una prueba de la crueldad educativa. El se encontraba muerto y sepultado y yo posesa de una insignificante prueba, de una insignificante nota, de una insignificante evaluación de conocimientos. La muerte de un niño todo lo vuelve insignificante. Hasta dios se vuelve insignificante.

Este año, debido a la Nueva Política Educativa (NPE) o como le llamaba yo: a la Falta de Política Educativa (FPE), se habían cambiado los nombres a todas las materias, sí, eso era una verdadera maniobra de maquillaje.

Morfología del Sonido, se llamaba ahora a Música.

Manipulación de Datos era la antigua Computación.

Ciencias Naturales se había convertido en Nuevas Tecnologías.

Eran nuevos y originales nombres para que todo siga estando mal.

Daban un lustre al lastre. Pero todo seguía con esa obsolecensia de país de tercera clase, de clase económica.

Ahora se sumaba esta muerte a mi actual estado, ya no guardaba esos ideales de Maestra Normal recién recibida, ya no conservaba nada de esa noble juventud, todo me sabía agrio.

Era un cadáver tan hermoso el suyo. Fui al velatorio porque no podía creerlo, lo feo siempre nos obliga a bajar un escalón más, cuando ya parece que llegamos al subsuelo de la miseria humana, descubrimos que todavía se puede seguir bajando.

Verlo, me derrumbó, pero si no lo hubiera visto lo seguiría buscando aún, por todos lados, ya me había sucedido antes, buscando fantasmas.

Era notable el grado de hipocresía que se veía en el velatorio. Era más fácil descubrir la falsedad, que el verdadero dolor. No había sutileza alguna. Era una vulgaridad.

Los padres del chico se hallaban en un estado de dolor anestesiado, o estaban sedados o aún no medían la magnitud de la tragedia.

El personal de la planta escolar, enarbolaba la bandera de la hipocresía, paseando su habitual falsedad tanto en el aula, como en el cine, como en un velorio. Era su estado natural, inmunes a la verdad, vacunados contra lo real. Lágrimas de mentira, que no corran el maquillaje.

Los alumnos, algunos auténticos sufrientes, otros ya presentaban hábitos adultos, especulativos preguntaban: ¿mañana, hay clases? Profesora ¿toma la prueba?

Su pequeña novia, a las claras, acorralada, antes fiera salvaje, ahora víctima inconsolable, había recibido por primera vez, se notaba, el sablazo del auténtico dolor, tenía los ojos inyectados y los dientes afilados, a punto de morder a cualquiera que intentara un gesto tierno. Era evidente la autenticidad de sus reacciones. Yo, la evité.

Estuve un momento, lo ví, saludé muy poco y a muy pocos, salí y lloré en soledad.

Hacía años que despilfarraba mis horas en la limpieza, ya tenía el hábito, un vicio limpio. La lavandina resultaba un antídoto contra la tristeza. Al llegar al fin de semana y recordar que estaba sola, completamente sola, tomaba la escoba y el balde y comenzaba a limpiar toda la casa. Era un trabajo demoledor, exigía un gran esfuerzo físico y ningún esfuerzo mental y me dejaba totalmente exhausta. Tomaba a la limpieza como un auténtico desafío y sabía perfectamente que era mi manera de ocultar mi propia mugre.

La única persona que me trataba con amabilidad era la cajera del supermercado, estaba obligada por contrato a ser amable, su conversación, que nunca excedía el minuto, me resultaba más sincera y tierna que cualquier conversación que pudiera tener en el ámbito laboral, donde las sospechas, las intrigas, las traiciones y los chismes estaban a la orden del día.

Era triste y lo sabía: limpiar, ir al supermercado, trabajar, corregir, preparar las clases. Era una vida triste, pero todos los intentos por cambiarla habían resultado más angustiantes: visitar a un psicólogo, no resultó; participar de las reuniones de la Cooperadora escolar, un fracaso; inscribirme en Ciencias de la Educación, un error; salir al cine o al teatro era humillante, evidenciaba aún más mi soledad; buscar un hombre, el peor de los fracasos.

El cuidado de mis padres, me había borrado toda la energía, habían resultado enfermedades y convalecencias largas. Había que cambiarlos, bañarlos, ayudarlos a comer, esto había durado cerca de una década, la década que otras habían dedicado a buscarse un buen partido o simplemente un partido. Hacía ya dos años que habían fallecido los dos, con diferencia de unos pocos meses, murieron primero mi padre y luego mi madre. Yo sentí un dolor tan grande y un alivio tan grande, recién ahora me recuperaba y me refugiaba planchando. En una casa grande, una siempre tiene cosas para hacer, no me aburría jamás, me deprimía tranquilamente.

Finalmente me decidí: tomé la lapicera negra y una regla de treinta centímetros, como quien toma contacto con el instrumental quirúrgico y realicé la operación, suprimí su nombre de la lista, lo taché, lo borré del Registro escolar e hice desaparecer toda evidencia, rompí su examen y pude borrar también, como quien quita una mancha, su cara de mis recuerdos. Todo había regresado a la normalidad.
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