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 sábado, 13 de noviembre de 2004  
Reflexiones
Las ciudades y el suicidio del alma

Jorge Riestra (*)

El constante movimiento que como una de sus virtudes, u orgullo genuino, exhibe la ciudad de nuestro tiempo, es juzgado siempre como un impulso hacia adelante. No palpable todavía el retroceso, a la ciudad -a la gran ciudad- le cuesta mucho aceptar -junto a la vista y el oído, el olfato- una paralización, un estancamiento en su desarrollo. Dispuesta a preservarse, asimila la pobreza circundante, la convierte en costumbre, se euforiza con los arranques de dinamismo -en el tope del mástil, el ego- que prueban -que le prueban- que es tal cual la vería un observador ajeno, cualquiera fuese la atalaya que erigiese para examinarla: un organismo plural, polifacético, un gigantesco prisma irregular que se torna, más y más y sin tapujos, inabarcable, tantos son los seudópodos que salen disparados hacia las dieciocho puntas de la rosa de los vientos, feroz pulseada entre la tentación del caos y los mandatos del orden, entre el ansia de perdurar con su mitología y su fama y la loca inclinación por el suicidio.

Inabarcable, inaferrable cuerpo que mira hacia afuera y hacia adentro: hacia afuera los progresos edilicios y viales, la apertura a alguna inmensidad -llanura, río, mar, montaña- donde se sienta libre, olvidada de sí misma, no ciudad tan siquiera por unas horas que parezcan días -ella, que se mueve día y noche por las calles del milagro y la abominación y flanquea las rejas que implantó el miedo-; las hileras de árboles que ennoblecen el aire y la deserción del verde nuevo bajo las interminables nubes de esmog y de la incuria. Y hacia adentro la vida y la muerte de aquellos a quienes debe la vida, el incesante desfile, con visos decrecientes de trotamundos urbanos, de los que van, y es de mañana, y el ajado andar de muchos de los que vuelven, y es de noche.

Por eso, no por ser un prisma, pues el prisma, aunque sea enorme, puede girar metafóricamente entre las manos del vidente que suele ser el escritor, y desplegarse entonces como una rosa o como se abre un cadáver sobre la mesa de disección, sino por ser inaferrable, nada menos que por esto no hay obra única -un hombre y su aislamiento- capaz de abrazarla en su totalidad de piedra y cielo, de carne y espíritu, o en su ausencia, no de la carne, pues si de ésta no puede prescindir, puede, en cambio, abolir el espíritu -ignorarlo, olvidarlo, trastrocarlo en símbolo de la indiferencia, de la crueldad y del crimen-. Inaccesible incluso para la novela, él género más multifacético y osado que ofrece el arte de narrar.

Si la ciudad es el territorio ejemplar de lo diverso que no cesa de fluir, quizá una imagen de unidad -un árbol que contenga, simultáneamente, las cuatro estaciones- provenga de sus mitos, componentes inseparables y hasta prevalecientes de su historia, aun cuando rematen en una memoria imprecisa, pues ésta, consustanciada con el color de sus calles y fachadas, desempeñará el rol de atmósfera.

Véaselo como un misterio llamativamente curioso: ciudades fundadas por la búsqueda de seguridad y el afán de lucro, vueltas urbes cosmopolitas maceradas por el pulular humano, por los cruces de llegadas y partidas, de ambiciones y de sueños, de idiomas, deslumbramientos y caídas, llevados y traídos sus nombres por el viento cálido de la celebridad y del enigma, tocaron el puerto de los sentimientos, sus largas radas de sensibilidad y nostalgia, sedes cautivantes del arte y los artistas, del éxito y la gloria, para devenir, en vísperas de la conclusión del siglo veinte, en vastos y ramificados paseos de compras, hermanados en un solo impulso los dos afanes, el de lucro y el de adquisición, enérgicos ambos, pujantes y equivalentes, alimentándose mutuamente y proliferando, un injerto de ciudad futura en el cuerpo robusto y comparativamente anticuado de la urbe madre.

La ciudad, que ignora la quietud, ignora asimismo si el río que forma junto con el tiempo tendrá, como todo río, un sitio de desembocadura. No se le pida más: cree que crece y que avanza; hasta allí llega su convicción. Lo que se suma y multiplica: volúmenes, cantidades, extensión, incorporación, absorción (Gran Rosario, Gran Córdoba, Gran Buenos Aires, Gran Caracas, Gran Londres, Gran París), le asegura que está viva, pero no solamente viva: además, en ebullición permanente, camino puro porque así se siente y se quiere, con un comienzo olvidado y un final inexistente, sensible su piel al solcito primaveral de las novedades que se provee a sí misma o le brindan los lugares más exóticos de la aldea global.

Sin embargo, hay algo que además del dinero -su exceso, su escasez, su carencia- la preocupa, fatiga y tuerce su boca: la complicación cotidiana, la astuta y a la vez imperativa emperatriz del mundo recién salido del horno (sociedad más Estado más cultivada estupidez), que al apoderarse de todos y de todo ha modelado un universo fantasmal de actos estériles, de papeles yertos, de diaria consagración de la indiferencia y la rutina. Probablemente intuya -una intuición sin aristas, redondeada- que lo sabio sería simplificar y proponerse el desguace de la complicación, de su casa matriz -el Estado-, de sus en apariencia menores e inocuas sucursales -el riego por aspersión de la banalidad, la desorientación y el desencuentro-, de su aire de soberbia e invulnerabilidad, de su cara de mandamás al servicio del lado grisáceo de la vida.

Sin embargo, la historia, paradójicamente alentada por los mismos que la sufren, incluyendo a quienes la complicación, pese a que los altere y enloquezca, les rinde beneficios contantes y sonantes -poder y dinero- se dirige imparable, al parecer, hacia el polo opuesto. Cuando la complicación sistemática y creciente es una forma disimulada u oculta del suicidio del alma.

(*)Escritor rosarino, premio Nacional de literatura.
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