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 jueves, 08 de julio de 2004

Reflexiones
Corre, liebre, corre

Che, Abonizio, dejá de escribir cosas tristes en el diario, exclamó el tipo aquel herrumbrado en el fondo del bar. Lo sentenció con su dedo acusador mientras enseñaba la hoja de mi columna como si en ella constaran las huellas de un crimen. La mañana era de una garúa que metía ganas de huir del mundo en un camello, rumbo al sol, hacia alguna playa africana que se encontrara en las antípodas de esta aldea. El edificio del viejo Correo parecía un gigante estremecido de viento que asomara su morro resfriado por entre los plátanos.

-Te voy a contar una de risa, me dijo. -Vení, sentate. Y relató, luego de un largo prolegómeno, la historia de una liebre aparecida en zona sur, frente al puerto y a quien todos corrían y a quien nadie pudo alcanzar. Era aquella, una liebre lustrosa, gorda, huyendo entre los faldeos de la entrada de Uriburu, imaginé. Y la pude ver. Una poderosa y dorada hembra que atravesó el riacho podrido del frigorífico, surgida quien sabe de que agujero encantado. Una liebre misteriosa al fin y al cabo; una epifanía en territorio caníbal a la que nadie pudo capturar para llevarla hacia la olla.

-Eso sí es correr la liebre, cerró su narración como si hubiese acertado con la paradoja genial y no con el torpe encontronazo con un lugar común.

-No es una historia feliz, no es nada, le recité con malicia mientras me estiraba en la mesa como minimizando el relato.

Me quedé pensando: era una inofensiva parábola que llevaba a pensar que aquella liebre aparecida de la nada constituía la metáfora de algo. Pero el tipo seguía allí, satisfecho de haberme alargado unas líneas diferentes a mis consabidas reflexiones oscuras sobre el mal de haber nacido en estas tierras al sur del sur. No obstante esa noche, de vuelta del trabajo, bajo otra garúa ahora salpicada de neones, me puse a reflexionar sobre las diversas liebres conocidas, las liebres perdidas, las encontradas, las esquivas, las sagradas, las miserables, las míticas, las salvadoras.

De chico uno escuchaba relatos que parecían surgir de una cantera de sueños hipnóticos: se trabajaba, se vivía bien y sólo algunos escasos desprevenidos estaban obligados a correr la temida liebre argentina. Las desgracias sucedían con los vagos y mal entretenidos o con el que había despilfarrado sus sueldos en quimeras imposibles, en siestas orondas, en noches de bacanales y desquicio. Sólo a ellos habría de acechar la Liebre de la Ruina. En las fábricas se engordaba al calor de los hornos que jamás descansaban pues Argentina no daba a vasto con los pedidos mundiales de sus riquezas y las horas extras eran una fortuna anexa con qué agrandar el rancho. Era la Liebre de la Esperanza y el Sudor.

Siendo adolescente cambiaba de empleo como de camisa. Era un trabajador temporario, sujeto a mis caprichos. Cuando no había silbaba bajito y esperaba, cuando sobraba lo gastaba o invertía en negocitos. Era la Liebre de la Oportunidad. Lejos, bien lejos se hallaban los que verdaderamente la corrían y nunca le podían ni oler siquiera el pescuezo. Pero eran siempre los otros, los equivocados, los pérfidos de desviadas costumbres y de holganza, los ejemplos no edificantes del barrio, los que no habían sabido guardar ni cosechar, los desafortunados.

Hoy compruebo llegando a mi casa que esas sombras vestidas de humanos que recorren las bolsas de residuos se van pareciendo cada vez más a mí, se visten en forma similar y caminan como recolectores primitivos de un gran cuadro de cromagnones, con fondo de cielo incendiado y peligros de depredadores emboscados. Es la Liebre de los Perdedores.

No hay historias felices con liebres. Ni en las fábulas se salvan de ser humilladas por una tortuga. Y cuando sea temporada de caza se verán en las cercanías de sus madrigueras a hombres armados montados a sus camionetas sobre los caminos de tierra. Colgarán por las orejas a las liebres, las embutirán dentro de frascos al escabeche, cuerearán su mala fortuna para abrigos europeos. Son muy tristes las historias con liebres. Gato por liebre, dice el refrán. Denostadas por un felino sin carne, apaleadas en los cuentos, puestas en remojo de salmuera, saborizadas, horneadas, exportadas, desterradas, indocumentadas. Parece la venganza de un monstruo herido en su honor: si tanto la corremos y no la alcanzamos nunca, en cuanto la tenemos a tiro conviene degollarla. ¿Es la Suerte la liebre? ¿Es la Fatalidad? Quién sabe, todo se cruza y entremezcla como los disparos cuando las buscan encandiladas en los surcos. ¿Será la metáfora burda de un país enrejado, ciego, hambreado, que nada quiere saber de palabras y solo atina a carnicerías salvajes?

Asesinan a los pibes a la salida de los bailes bajo los haces potentes de las luces de los boliches o las de los patrulleros. Los fulminan como a los bichos en la noche. Y son lebreles jóvenes que han ido a ensordecerse para olvidar la pena de largas zancadas buscando su pitanza. Son liebres de pelaje sin mataduras aún, solo han aprendido los rudimentos en una escuela, viven con lo justo, una madre viuda, cinco hermanos y tienen una novia que los llorará ante las cámaras del noticiero, abrazadas al féretro.

Ay, tristes son las historias con liebres, me digo mirando el cielo encapotado. Siempre terminan truncas, sangrantes. El tipo del bar me contó el remiendo apenas de una historia con la aparición de un animalito mágico entre casas de chapas, basurales, caballos encadenados y zanjones profundos. Me instó a escribir una reflexión alejada de la crueldad pero no pude con mi genio. Tal vez, reflexiono, es porque al irme del bar y me despedí de él, creí ver que sus ojos sonreían y se encontraba como dichoso allí, a salvo de acechanzas, hundiendo su hocico entre dorado y entrecano en el café con leche, disimulando sus orejotas de liebre bajo el gorro.

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