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 domingo, 27 de junio de 2004

Lecturas: Fuga hacia la locura
Novela. "Delirio", de Laura Restrepo. Alfaguara, Buenos Aires, 2004

Delia Crochet

"Toda historia es como un gran pastel, cada quien da cuenta de la tajada que se come y el único que da cuenta de todo es el pastelero", dice el Midas McAlister, uno de los personajes de "Delirio", a través del cual la autora deja en claro, al comienzo mismo de la novela, quién toma las decisiones que asegurarán la coherencia interna del texto. Distintos puntos de vista alternan con un narrador que va recogiendo los hilos de los relatos como lo haría un entrevistador, un reportero, el alter ego de Laura Restrepo.

Ese narrador administra la palabra de los protagonistas sin mediar en muchos casos otras pausas que la coma como signo ortográfico privilegiado, desde la adyacencia vigilante de una escritura que despliega diferentes particularidades lingüísticas, desde el habla culta de la clase media ilustrada a la jerga contaminada por las marcas del narcotráfico. El uso de la lengua con sus múltiples modulaciones de expresividad, localismos, matices a la hora de exteriorizar adhesión, afecto, ponderación o desprecio sobreabundando en diminutivos, aumentativos o simplemente deformación de las palabras.

Dos acontecimientos centrales, independientes, pero que en algún punto se rozan, constituyen los nudos de esta historia: el primero, anterior en el tiempo, es de orden familiar, ocurre un domingo de ramos y deja una huella indeleble en Agustina Londoño, quien parece hallar en la locura la última alternativa ante una realidad abrumadora. El segundo es de corte político, se trata del estallido de una bomba en un restaurante de Bogotá, cuando Pablo Escobar rompe la tregua con la oligarquía porque el Senado se dispone a aprobar el Tratado de Extradición de Narcotraficantes a Estados Unidos, harto del efecto balancín: "con una mano recibimos el dinero y con la otra lo tratamos de matar", se dice, en referencia a los "orondos e invisibles inversionistas del narcotráfico".

Realidad y ficción se entrelazan para retratar una situación en la que la línea divisoria entre lucidez y cordura es muy tenue y es ese precario linde lo que indaga la novela. "Juraría que ese lugar llamado Colombia hace mucho dejó de existir", expresa el Midas McAlister, el personaje que mejor entiende las condiciones objetivas en que se desarrolla la trama. Por sus contactos delictivos y por sus argucias de trepador social, pertenece a lo que Restrepo llama sicaresca. Luego de inventar toda clase de trucos de supervivencia social, se convierte en lavador de dinero. Sabe que Escobar, la enorme sombra que se proyecta sobre la novela, va ganando la partida. Su visión de la oligarquía es un poco estereotipada, la muestra en ciertos signos exteriores como los trajes Armani, las corbatas Ferragamo o el perfume Hermes, pero también en lo peor, en sus maniobras tenebrosas de patrocinio de paramilitares, intermediación y coimas, amén de los vínculos con el narcotráfico de alguno de sus integrantes. El Midas entiende que todos son fichas de "este gordo con su inteligencia monstruosa", incluso la familia de Agustina, "la suntuosa hermana de mi amigo rico".

A la vuelta de un corto viaje de trabajo, Aguilar, el hombre que ahora vive con Agustina, la encuentra con la razón trastornada y desde ese momento debe aventurarse en el territorio del delirio para derrotar al Minotauro, pero no habrá ovillo de hilo orientador para este Teseo enamorado que se ha propuesto salvarla. El es sólo un profesor de literatura de clase media que ni siquiera ha logrado conservar su profesión, de ideas de izquierda, separado de su primera mujer, obligado ahora a compenetrarse de los valores de una clase social que se purga a sí misma, deshaciéndose de sus propios integrantes cuando éstos no responden a sus códigos. En una ciudad en guerra de todos contra todos, la fuga hacia la locura (tema recurrentemente tratado en la literatura femenina, no en vano a Aguilar Agustina le parece sacada de las páginas de Jean Eyre y por extensión, podría agregarse, de "Ancho mar de los sargazos", de Jean Rhys) parece ser la respuesta que no puede dar ya el realismo mágico, según declaraciones de la propia Restrepo, dada la situación ciertamente delirante de su país.

Carlos Vicente Londoño, un rico hacendado, es el oscuro huésped que permanece al acecho en la mente de Agustina aun después de muerto. Es el verdadero rival, indestructible, de Aguilar, el que posee el "Bastón de Mando", según la Lengua alucinada de su mujer, proliferante de mayúsculas. "Adquiere el mando quien logra controlar la sexualidad del resto de la tribu", explica la tía Sofi, implicada en un tortuoso triángulo que saldrá a la luz traumáticamente.

Agustina, la estrella más distante y más extraña, "siempre perdida como quien se esconde entre los trastos del ático", carga su legado de historia familiar, y en particular el recuerdo de un obsesionado abuelo alemán que veía flotar Ofelias en el río Dulce. Antaño había visto a su hermana Ilse ahogada en el Rin, consumida por "un escozor que le envenenaba las partes más preciosas del cuerpo". Ese legado hace del agua un elemento purificador con el que Agustina oficia bautizos y abluciones.

El cabello larguísimo de Agustina hace pensar en el cabello flotante de Ofelia, el personaje de William Shakespeare, símbolo del suicidio femenino. El cabello es en su ondular, una evocación del río, del destino del agua. Sin embargo, la novela propone finalmente algo mejor. El río Dulce acabará siendo el río de la infancia, con sus piedras lisas y negras calentándose al sol, un recuerdo entrañable de Agustina, porque de la mano amorosa de Aguilar, logra ponerle fin a su propia guerra después de reconocer todas las verdades que estaban ocultas.

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