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 martes, 06 de abril de 2004

Reflexiones
Misterio y peronismo

Juan José Giani

La entrega anual de los premios Oscar también permite hablar de cine. Quiero decir, amén de los comentarios acerca de su bagaje ceremonial (quién asistió o quién faltó, qué frase contuvo u omitió cada discurso, que marca vistió a cada estrella) el despliegue de esta fastuosa industria cultural nos empuja a apreciar producciones de heterogénea calidad.

Una de ellas fue "Capitán de mar y guerra" del director australiano Peter Weir. Copiosamente nominada, la película exhibe con dignidad narrativa y esplendor visual aventuras en alta mar protagonizadas por el carismático Russel Crowe. Idiosincrasia naval, majestuosidad escenográfica y un toque de erudición histórica cincelan una obra atractiva para amenizar una tarde pero escuálida para aspirar a repercusiones de largo alcance.

Deviene entonces ecuánime y oportuno recordar aquí al "otro" Peter Weir, el que irrumpió en el mundillo cinematográfico con un peculiar filme al que vale referirse. Se trata de "Picnic sobre las rocas colgantes". La historia de mentas transpira una apabullante sencillez. Un grupo de estudiantes parten hacia un día de campo y en el trayecto desaparecen de manera incomprensible. El argumento se desarrolla en torno de una búsqueda que se torna fatigosa, intrincada e infructuosa. El punto de máxima tensión dramática consiste en que todo culmina tal cual comenzó. Esto es, mientras el angustiado (aunque tácitamente confiado) espectador aguarda conocer la tranquilizadora explicación de lo sucedido, el director convierte el enigma en lógica radical del relato. Cuando las luces de la sala se encienden las colegialas se han esfumado y no surge razón alguna que facilite explicar semejante episodio.

El pronunciado giro de Weir es, en definitiva, análogo al de Ridley Scott. Si éste se desplaza de la indagación metafísica en Blade Runner al entretenimiento de base digital en Gladiador, el australiano transita del desasosiego existencial al costumbrismo guerrero de impronta espectacular. Quien paga su entrada pasa de la consternación y el desamparo a la linealidad de un relato que exhala transparencia.

Volviendo al "Picnic", la noción vertebral que allí transita (que se retomará luego en "La última ola") parece nítida. Yacemos incrustados en un mundo plagado de nichos inescrutables, poblado de zonas misteriosas, agujeros negros que la razón (europeo-blanca-occidental para ser más precisos) no alcanza a dotar de inteligibilidad plena.

En otras palabras, el principio de causalidad (todo fenómeno debe remitir a un porqué) empalidece la rica complejidad del mundo y convive con su insalvable impotencia. Asimismo, la compulsión por entender y el simultáneo proceso de desencantamiento de lo real desencadena la progresiva entronización de una racionalidad instrumental y aplanadora de las diferencias. Conozco para transformar, transformo para dominar; modelo cientificista y protoimperial que manipula sujetos y naturaleza, y establece el unicato del poder más adinerado.

Hombre oriundo de un continente pletórico en memoria aborigen, Weir, antes de congraciarse con Hollywood, socavaba las bases cognoscitivas de su arrasadora lógica mercantil. Apología de lo incomprensible como estrategia narrativa destinada a preservar la saludable heterogeneidad cultural de los pueblos.

En 1956, Ezequiel Martínez Estrada, siempre reluctante respecto del optimismo epistemológico latente en la racionalidad moderna, escribe sin embargo un texto tan afanoso como, digamos, hiperbólico. Me refiero a "¿Qué es esto?", despiadado alegato, de apariencia explicativa, contra la ominosa presencia sociológica del fenómeno peronista.

Abundante en lapidarias valoraciones, abastecido por sofisticados andamiajes doctrinarios, Martínez Estrada se ve impelido a entender; esto es, para curar a un pueblo hay que partir del síntoma (el entusiasta apoyo a un escandaloso dictador) y llegar a un diagnóstico (las distorsiones ancestrales que aquejan a la patria). En política, aún para un ensayista de perfil ontologizante como el bahiense, se impone reducir a la mínima expresión los flancos oscuros del mundo, recrear un residuo de causalidad que facilite abordar con eficacia la acuciante facticidad histórica.

Vayamos ahora entonces de 1956 al 2003, para rememorar la pregunta que circuló en desorientadas bocas de dirigentes derrotados en aquellos comicios provinciales. ¿Cómo explicar la insólita actitud de empecinados inundados santafesinos plebiscitando a Carlos Alberto Reutemann? O, en la misma línea analítica aunque diferente perspectiva, ¿cómo es posible que los mismos personajes que devastaron al país cantando loas a las más funestas tonteras neoliberales hoy acompañen con beneplácito una empresa de reparación nacional y popular?

En la sobremesa de aquel acto electoral, entre el fastidio, la resignación y la ausencia de brújula, meritorios candidatos pensaron en convocar a sociólogos y psicólogos con supuesta aptitud para desentrañar semejante intríngulis. El mero paso del tiempo no aminora sino resignifica y agiganta la pertinencia interrogativa. Contra Weir, el homenaje al misterio no es aquí recomendable: abre las compuertas al permanente desatino de la praxis.

No hace falta acuñar exuberantes pergaminos intelectuales para advertir que la comedia de enredos que aún dilata y entorpece la constitución de un espacio alternativo de centroizquierda, o la suspensión hasta nuevo aviso de las actividades del llamado en su momento Encuentro Progresista, anuncia y legitima la sólida hegemonía de la rareza peronista por un largo rato. La conciencia popular es habitualmente sabia; nunca canjea beneficios tenues pero tangibles por paraísos vistosos pregonados por frágiles profetas.

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