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 miércoles, 24 de marzo de 2004

Editorial
El derecho a la seguridad

La sociedad rosarina se ha visto nuevamente conmocionada por la reiteración de hechos de violencia, que han devuelto al centro de la escena un tema preocupante. Dos crímenes, con diferencia de pocos días, revivieron los temores respecto a la inseguridad que afecta a la ciudad y a los riesgos que corre cada uno de sus habitantes.

En ocasiones anteriores, y por cierto numerosas, los gobernantes de turno se comprometieron públicamente a iniciar acciones concretas para garantizar la seguridad. Todas, absolutamente, naufragaron en la intrascendencia; muchas ni siquiera se pusieron en marcha. Otras, las menos, superaron la instancia de la burocracia y vieron la luz, pero sus resultados estuvieron lejos de satisfacer las expectativas generales. Por eso, esta vez, no queda lugar para nuevas promesas y declamaciones de buena voluntad. Hacen falta políticas de Estado claras, que dentro de un marco de respeto a la ley y garantía de los derechos individuales, estén a la altura de las circunstancias.

Las autoridades deben entender, definitivamente, que la seguridad es un problema de todos los habitantes, sin distinción de ningún tipo. Y es en ese marco que se deben destinar los recursos que sean necesarios -financieros, operativos y humanos- para instrumentar políticas coherentes y eficaces.

Es cierto que mientras la pobreza sea un problema estructural que afecte a millones de familias argentinas, todas las medidas de seguridad chocarán contra una barrera insalvable. No será posible vivir más seguros mientras la miseria, la marginación y la falta de oportunidades sean parte de la realidad cotidiana.

Esto no significa, de ninguna manera, que debe imponerse la resignación ante el delito, las drogas y la muerte. Quienes tienen la responsabilidad de gobernar y legislar deben arbitrar los caminos necesarios para hacer frente a un flagelo que golpea a diario y siembra una secuela de dolor e impotencia.

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