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 domingo, 07 de marzo de 2004

Salta: Tejedoras sonrientes
Caminata de 16 km desde Iruya hasta San Isidro

Más allá de Iruya, en la soledad de la puna salteña, hay un poblado tan apartado y alto que llegar hasta allí es una aventura para quienes se atreven a caminar dieciseis kilómetros por el lecho seco y pedregoso de un río, o a cabalgar, sin prisa, vadeando otro angosto curso de agua.

La gente, en su mayoría mujeres coyas con niños en la espalda, va y viene entre Iruya y San Isidro, el poblado preincaico que apenas recibe tres horas de luz eléctrica por día y donde se hizo una experiencia con cocinas solares, que permanecen allí, impecables, porque nadie las usa.

Si el tiempo es bueno, si nada anuncia la crecida de los ríos, se puede ir en vehículo hasta La Palca, que los nativos llaman "el lugar de los veinticuatro colores", donde se unen los ríos Iruya y San Isidro.

Si el tiempo es bueno y se puede llegar hasta ese paraje, el trekking de dieciseis kilómetros se acorta a diez, y cuando el guía dice que ha llegado a La Palca hay que confiar en él, aunque allí sólo haya piedras, soledad y el punto de encuentro de los ríos.

Muchas veces los que vienen bajando hacia Iruya esperan junto a los vehículos, porque saben que siempre hay un lugar para alivianar el último tramo del camino. Camino donde el color de las montañas suele ser pardo, con manchones dorados, donde de pronto, cuando las nubes se despejan, aparecen paredones rojizos y verdosos, y a lo lejos alguna pastora saluda mientras cuida el rebaño.

A mitad del trayecto, sobre una terraza de piedra, se divisa la finca El Molino. Cuentan que a comienzos del siglo XX uno de los operarios, que llegaron para la construcción de un ramal ferroviario, intentó volar a bordo de un precario aparato que había construido copiando los movimientos de las alas de los pájaros.

Cerca del poblado, que parece colgado en la roca, surgen junto al río los pequeños refugios de pircas, no muy altos, apenas para cobijarse del viento, donde las mujeres de San Isidro hilan lana de oveja y cuidan a los niños. Con sus vestidos largos de colores brillantes están sentadas junto al chorro de agua, desviado del río. No dejan de trabajar, ni de sonreír, cuando piden un peso por una foto y dos si son muchas.

Para llegar a San Isidro es necesario subir por una escalera de peldaños grandes, espaciados. Al atardecer la gente ya está adentro, esperando esas únicas tres horas de luz eléctrica que los conecta con el mundo a través de la televisión.

Sus callecitas son angostas, suben y bajan, sin diseño alguno. Tampoco las casas están al mismo nivel, ni hay carteles indicadores; por eso, sólo preguntando se llega a las vendedoras de artesanías, que abren pequeños recintos donde exhiben medias, sombreros, chalecos y bufandas.

El paisaje es sobrecogedor si se lo observa desde el punto más alto del pueblo. Desde allí es preciso descender siguiendo el curso del río para no perder el rumbo, mientras las mujeres tejedoras vuelven al poblado.

El camino de regreso, en bajada, es mucho más descansado, y llegar a La Palca, es gratificante. Es la hora del atardecer, el momento en el cual sobre los cerros de colores se forman caprichosas figuras.

Vista desde una vuelta del camino, cerca del desfiladero de piedra que precede la entrada, Iruya, la ciudad de aires españoles, se descuelga despojada, bucólica, como sosegada.

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