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 sábado, 21 de febrero de 2004

Reflexiones
Sensibilizar sin agredir

Guillermo Villarreal

Ni de un lado ni del otro. Así se ubicó la Iglesia en la polémica desatada entre el gobierno nacional y los piqueteros más combativos por la caída de los planes sociales y la reiteración de los cortes de ruta o calles como modalidad de protesta.

Tampoco buscó mediar entre las partes. Sólo atinó a comprender las motivaciones de los unos y los otros.

Es decir, la desesperada exigencia de contención social de las organizaciones de desocupados, aunque a veces utilizada políticamente por sectores minoritarios, y los interrogantes oficiales sobre qué hacer -sin apelar a la represión- para que el derecho a protestar de un grupo no avasalle el derecho a circular de los demás.

No obstante, algunos de sus miembros esbozaron una suerte de reclamo a las autoridades para que se afronte el problema de fondo: la falta de trabajo y el hambre de la gente.

Lo hicieron convencidos -reconoció monseñor Pedro Olmedo Rivero (Humahuaca)- de que "las expectativas y esperanzas que generó este gobierno no lograron responder hasta el momento a la demanda de los más pobres".

Mientras eso ocurre, los referentes eclesiásticos se movilizan en dos direcciones, con el objetivo de instaurar una nueva cultura del trabajo, contraria a la de la dádiva que se generalizó en las últimas décadas.

Por un lado intentan optimizar -con Cáritas Argentina como motor de gestión y en diálogo permanente con la ministra Alicia Kirchner- la ayuda social a través de un eficaz sistema de control comunitario.

Sin descartar, como la Iglesia pretendió en la génesis del programa Jefas y Jefes de Hogar, que los subsidios se cobren mediante tarjetas bancarias para impedir el clientelismo y los "vicios" que aún persisten en la implementación de ese programa que, con altibajos, alcanza a casi dos millones de personas.

Aunque algunos crean, como monseñor Agustín Radrizzani (Lomas de Zamora), que "hecha la ley, hecha la trampa", por lo que fomentan un nuevo relevamiento de quienes perciben el beneficio, la eliminación de la manipulación política de los planes y sobre todo una contraprestación acorde con el dinero que perciben.

Los obispos estudian, por otro lado, distintas alternativas "no traumáticas" a la incidencia de los grupos piqueteros en la sociedad, sobre todo después de las reacciones por la agresión a un taxista en la 9 de Julio por parte de un reducido grupo el viernes pasado.

Aunque en este punto no hay un criterio único. Más bien posiciones encontradas, entre los que opinan que el corte de ruta o calles son una práctica "ya agotada" y quienes consideran que es el único medio que tienen los excluidos de hacerse oír.

La posición menos transigente la esgrime el titular de la Comisión Episcopal de Pastoral Social, monseñor Carmelo Giaquinta (Resistencia), quien en repetidas ocasiones insinuó -y más que eso- su disconformidad con los "gestos de matonismo" de los dirigentes más combativos.

A pesar de que su postura no cuenta con el apoyo generalizado de sus pares, acapara más adeptos que detractores por ajustarse a la doctrina más pura de la Iglesia.

"No dudo de que todos los que cortan rutas (productores rurales, desocupados, remiseros, etcétera) tienen miles de razones, incluso muchas atendibles, pero entre todas no forman una razón valedera para avasallar de este modo el derecho de terceros a circular libremente", intenta convencer.

Admite, sin embargo, que esa modalidad de reclamo pone en evidencia un "estado de desesperación", producto de una desigualdad social que a su entender es responsabilidad directa del "estilo pasivo del empresariado, el anquilosamiento del sindicalismo, el envilecimiento del trabajador y el mal desempeño de los políticos".

Entonces, ¿cómo reclamar hoy según justicia? Una pregunta que para monseñor Giaquinta tiene una respuesta "gandhiana". Es decir, la urgencia de ser creativos para sensibilizar a la sociedad sobre el problema que se padece, pero sin agredirla.

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