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 miércoles, 07 de enero de 2004

"Los simuladores" tuvo un final a todo brillo
El último programa del ciclo de Damián Szifrón tuvo emoción, humor y un guión con profundo contenido

Pedro Squillaci / La Capital

"Los simuladores" cerró anteanoche su segundo ciclo a lo grande. El envío final duró dos horas que no tuvieron desperdicio, con momentos tan intensos como desopilantes, un cuidado de la imagen pocas veces visto en la pantalla chica y un despliegue escenográfico ejemplar. Milazzo no solo fracasó en su venganza sino que volvió a caer en otra trampa más exuberante que la primera. Y el último caso modeló una declaración de principios de la brigada de los milagros, que fue una constante en las dos temporadas del programa: "Este sistema supone que todos pueden ser reemplazados, pero para nosotros cada uno es indispensable".

Santos (Federico D'Elía), Ravena (Diego Peretti), Medina (Martín Seefeld) y Lampone (Alejandro Fiore) son cuatro personajes que seguramente se van a extrañar. Cada uno le dio cuerpo y alma a esos detectives de películas de aventura, que rozan lo extraordinario y hasta lo inverosímil, pero son cautivantes.

Santos lo sabe todo, Ravena es el hombre que se florea con cinco mujeres, Medina es extravagante e infantil, y Lampone es tan operativo como conflictivo. Justamente Lampone será el que planteará el dilema que pocos superhéroes se animarían a cuestionar. Y es hasta qué punto resolver los problemas de los demás no es un camino para evadir la búsqueda de la felicidad individual. Ese fue el disparador que ayudó a definir la separación de "Los simuladores".

Pero antes, y como regalo de las fiestas, la brigada le dio su toque particular a dos casos, uno pendiente y otro nuevo. El pendiente fue el caso Milazzo, ese joven musculoso que estuvo un año en un rincón selvático de la Argentina pensando que estaba participando de un reality de supervivencia. Tras descubrir que fue engañado por cuatro desconocidos llegó con toda la furia para vengarse. Pero su odio mutó en sorpresa. Esos individuos no eran otros que cuatro de los mejores agentes del mundo que lo habían designado para una misión suprema: hallar y matar a Bin Laden.

Las tomas del ojo de Milazzo en primer plano fueron un guiño a los cómics de acción, y también una expresión que demostró cómo en su interior se convertía de víctima en victimario. El desenlace de esa historia, con los simuladores desapareciendo por arte de magia de la escena, reforzó más la intención del guionista Damián Szifrón de cargarle una impronta fantástica a la trama.

El segundo caso tuvo el propósito de ir directo a los afectos, de respetar el pasado para mirar el futuro con los pies sobre la tierra. Quizá también fue el plafón ideal para cerrar y recomenzar la historia de los cuatro personajes. Una mujer, flamante novia de Lampone, quiere compartir con su hermano Diego la fiesta de Nochebuena en un alejado pueblo mendocino. El ascendente empleado de la multinacional Millenium TV siente que volver a su casa junto a sus padres es dar un paso atrás, conmovido por las luces porteñas. Además no quiere ver más ese cine deteriorado de su familia, única fuente de ingreso de sus padres, en plena decadencia.

Los simuladores sabrán mover los hilos para que el joven pierda el interés por esa empresa que lo toma como un número y le ponga su empuje al alicaído proyecto de su padre. Pero en ese tránsito habrá mucho humor a partir de un plan bizarro. En un hecho aparentemente sencillo como organizar una fiesta, Diego ve cómo se viene abajo su castillo de arena. Es que jamás pensó que el organizador del evento (Santos), que había trabajado para Versace, iba a programar en un acto tan fino a un hombre en pañales que eructaba cada vez más fuerte. O a un grupo de cumbia cuyas letras serían osadas hasta para Los Pibes Chorros.

El muchacho descubrirá que lo suyo pasa por el rescate de sus orígenes y regresa al pueblo para crecer desde allí. El final del final llegará entonces con la brigada en pleno definiendo su rumbo, pero ya cada uno por su lado. Juntos o separados, el televidente tuvo la impar impresión de asistir con este capítulo doble a un largometraje hecho en televisión. Pero no solo por las dos horas de duración, sino por la producción cuidada y los reiterados guiños al cine. Por momentos se respiraban atmósferas de Francis Ford Cóppola o Quentin Tarantino, e incluso Giusseppe Tornatore, con su "Cinema Paradiso". Parecía cine, pero era televisión. Hasta ese truco les salió bien.

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La brigada simuladora regaló una despedida a la altura de sus antecedentes.

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