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 domingo, 23 de noviembre de 2003

Tribuna: La legislación concursal, en retroceso
Las responsabilidades de los administradores en concurso variaron tras sucesivas modificaciones

Mucha tinta ha corrido, y mucha más correrá, utilizada en la impresión de leyes, sentencias judiciales, obras doctrinarias, tratados, ensayos y libros de texto, respecto a las responsabilidades personales atribuibles, y eventualmente punibles, a los socios administradores y/o administradores de personas jurídicas cuando éstas se ven forzadas a atravesar los avatares de un proceso concursal.

Como en general ocurre en todas las actividades humanas, y éstas vaya si lo son, las opiniones al respecto de prestigiosos tratadistas, así como de las propias corrientes doctrinarias son distintas, en casos opuestas y fueron variando con el tiempo.

Hay quienes sostienen que la actual ley de concursos y quiebras (24.522 y modificatorias) ha consagrado un esquema de impunidad legal para los administradores frente a los acreedores de sus administradas al suprimir lisa y llanamente la instancia de la calificación de la conducta de aquellos, trance obligado e inevitable en el anterior ordenamiento legal sobre el tema que estaba vigente en el país mediante leyes como las 19.951 y 22.917.

A la supresión del incidente calificatorio debe agregarse las limitaciones a las acciones de recomposición patrimonial impuestas por el texto legal vigente (autorización previa al síndico para la revocatoria concursal).

Teniendo en cuenta que las normas legales vigentes en las quiebras son los instrumentos jurídicos de asignación entre los acreedores, deudores, terceros e interesados en general, de las diversas atribuciones, derechos y obligaciones que los asisten y/u obligan entre sí frente a la existencia del fenómeno de la insolvencia comercial, el aspecto bajo análisis debe ser considerado con atención por la importancia que reviste para quienes desempeñan la función de administración empresarial.


Un camino pendular
En la Argentina, como en tantas otras cuestiones, la legislación de quiebras ha seguido una orientación pendular, pasando de un extremo a otro en muchos de los aspectos regulados. Así, en sus inicios la legislación falencial fue en sus orígenes represiva en el Código de Comercio de mediados del siglo XIX. Mas cerca en el tiempo, y previo paso por otros estadios orientadores, la ley 19.551 de 1972 acentuó los poderes asignados a los jueces al igual que el foco en la tutela de la empresa, lo que en términos generales se mantuvo en la reforma de 1983 con la ley 22.917.

En 1995 ocurrió un radical cambio con la sanción de la ley 24.522, donde se consagró la noción privatista del concurso, el cual en parte es manejado por los acreedores (comité de acreedores, autorización previa para iniciar acciones de recomposición patrimonial, etcétera), en detrimento, entre otros, del concepto de la represión en la quiebra (supresión del incidente de calificación de la conducta de los administradores).

En 2002, luego del abandono de la convertibilidad y en medio del fenomenal desbarajuste producido en la gestión del gobierno de la Alianza, y por las gravísimas consecuencias globales que la debalce originó, se sancionaron leyes transitorias y modificatorias de la legislación concursal que, con muy mala técnica legislativa, introdujeron en un lapso muy corto, cambios en el ordenamiento legal muy poco felices y en algunos casos fuertemente contrapuestos entre sí, a través de las leyes 25.563 y 25.589.

Deviene entonces que la legislación concursal actual contiene la simultánea vigencia de tres leyes yuxtapuestas, cada una con sus principios orientadores propios, pero con preeminencia de los contenidos en la 24.522


Sistema de mayor impunidad
Pese a ello, autores como Eduardo M. Favier Dubois (h) entre otros, consideran que la 24.522 adopta un sistema de mayor impunidad. En tal sentido, debe mencionarse que sólo se admiten acciones de recomposición patrimonial si existe "dolo", se diluyen notoriamente las consecuencias del actuar cómplice y las acciones mencionadas sólo podrán deducirse previa autorización de acreedores que representen mayoría simple.

En el mismo sentido, se derogó el trámite de la calificación de la conducta del deudor, sin instaurar un régimen asimilable que lo sustituya y se decidió la rehabilitación automática del deudor al año contado de la falencia con independencia del origen y las causas de la insolvencia.

Algunos criticaron esta suerte de "liberalización" de la tendencia punitiva en el campo de las responsabilidades de los administradores, en pro de una consideración mas contemporizadora respecto a las conductas de éstos y sus razones. Una corriente de la doctrina atribuye a este supuesto "ablandamiento" del ordenamiento legal punitivo, la aparición, proliferación y profesionalización de los llamados "pícaros" que se aprovechan de esta situación que los deja a salvo de consecuencias mas graves respecto a sus conductas disvaliosas en relación a sus congéneres en el desempeño del comercio.

Esto no puede negarse dado que a diario ocurren hechos defraudatorios en la vida mercantil. El hecho no es nuevo, al contrario, es bastante antiguo y cualquiera puede sin miedo atreverse a afirmar que es tan viejo como el género humano.

Lo que varía a lo largo de las generaciones es la intensidad, generalidad y habitualidad de las conductas reprochables y la consecuente condena social y legal que tal accionar conlleva como consecuencia natural. Así como es la consideración y la aceptación generalizada, o no, de la sociedad al respecto. También hubo encendidos aplausos de muchos autores respecto de la abolición del régimen de calificación de la conducta porque sus detractores consideraban que era en la práctica verdaderamente inútil e implicaba un desproporcionado derroche de la jurisdicción.

Lo que parece ser cierto es que los tribunales civiles se desprenden con verdadero alivio de voluminosas causas que insumen mucho tiempo y otros recursos sin resultados a la vista, y los pasan a los juzgados penales que las reciben con fastidio y hasta con desagrado al considerar que a su vez deben hacer dispendio de esos recursos y tiempo para el tratamiento y dilucidación de causas que implican consecuencias personales para los involucrados de mucha más trascendencia que las derivadas de obrar o no "con la lealtad y diligencia de un buen hombre de negocios" (art. 59º Ley 19.550). Ya que, a priori, con el régimen de la 24.522 la única actividad jurisdiccional penal en las quiebras se produce cuando ocurre -y ello es muy escaso- el traslado del expediente a la instrucción penal si el proceso se clausura por falta de activo.

Huelga mencionar que en la inmensa mayoría de los casos, los actuados duermen sueños de eternidad en los anaqueles de los juzgados de instrucción.

Esta realidad no puede ser negada, sin perjuicio que la intención del legislador ha sido flexibilizar el criterio punitivo vigente desde antaño en relación a las eventuales responsabilidades atribuibles a los administradores de las personas jurídicas en estado de insolvencia.

Empero, resulta importante destacar la fuerte e inexplicable contradicción existente entre esta tendencia y los efectos iniciales severos y casi demoledores para la órbita personal de los administradores.

En efecto, por imperio legal en la propia declaración de quiebra de la sociedad, los integrantes del órgano de administración son automáticamente inhabilitados, sin trámite alguno y ningún análisis de su comportamiento en la conducción de los negocios sociales.

Inhabilitación que cesa luego, de pleno derecho y de manera automática al año, salvo que se prorrogara el término si el inhabilitado fuera sometido a proceso penal. De lo que surge que el o los administradores de una sociedad declarada en quiebra, por efecto de la sentencia que la declaró, se convierten automáticamente y sin trámite ni evaluación alguna, y por el plazo de un año, en una suerte de muertos comerciales.

Es decir que la ley de concursos y quiebras 24.522 que suprimió el incidente, una vez sustanciado todo el proceso de calificación de la conducta de los administradores, carga sobre éstos la pena de la inhabilitación personal sin sustanciación ni evaluación previa de sus conductas, por el solo hecho de integrar el órgano de administración a la fecha de la declaración de quiebra.

Pareciera entonces que nuestra legislación concursal hubiera retrocedido en lugar de evolucionar, ya que paralelamente suprimió la calificación de la conducta (ex-post) de los administradores y obstaculizó las acciones de responsabilidad y recomposición patrimonial, incurriendo en una evidente contradicción al inhabilitar de inicio (ex-ante) con las graves consecuencias personales que ello implica, a los administradores y liberarlos luego con relativa facilidad de sus responsabilidades patrimoniales ante los acreedores, por el mero transcurso del tiempo (un año).

Corresponden a los legisladores las modificaciones pertinentes que mejoren el régimen actual, evitando caer tanto en los rigorismos represivos inútiles, cuanto en excesivos y utópicos garantismos que son caldo de cultivo de prácticas desleales. Y brindando, lejos de los extremos y equilibradamente, una respuesta acorde y útil a los acreedores tan frecuentemente burlados en la inmensa generalidad de los procesos concursales. Ademas, imponiendo responsabilidades a los administradores que hubieren actuado con dolo o impericia y, en consecuencia agravado injustificadamente el perjuicio para los acreedores de sus representadas. La sociedad así lo necesita y exige.

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