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 domingo, 26 de octubre de 2003

El cazador oculto: La esencia de la sangre española

Ricardo Luque / Escenario

Una extraña agitación invadió al coqueto parque de cipreses que se levanta junto al río. El solar, un oasis en medio del enjambre urbano, se llenó de miradas indiscretas y risas de ocasión. La flor y nata de la cultura rosarina se dejó caer por el lugar cómo por casualidad. Pero no fue así. Nadie asiste o se pierde un coctel por nada. Si no pregúntenle a Mariana Wenger, que llegó temprano, vestida para matar y con un borrador del guión de una película de animación inspirada en "Don Quijote". O a India Tuero, que no se despegó ni un instante de un ejecutivo de un canal de televisión que, desde que llegó hasta que se fue, conservó la misma cara de póquer. O a Nora Nicótera, que detrás de unas gruesas gafas oscuras ocultaba algo más que un par de hermosos ojos claros. O a Susana Dezorzi, que dejó por una noche los tacos aguja y las medias red y lució un recatadísimo pantalón gris y un tailleur claro abotonado al frente que no dejaba espacio más que para la imaginación. Su rol de anfitriona le impidió alejarse más de un milímetro de los visitantes ilustres que, llegados de la Madre Patria, anunciaron la realización del III Congreso Internacional de la Lengua Española en Rosario. La reunión, regada por un fresco y seco vino blanco, se animó cuando aterrizó por el lugar una rubia, de mirada clara y piernas asesinas a quien los amigos llaman simplemente "Tami". "Está como la copa de un pino", disparó un cuarentón flaco, alto y de barba rala y blanca. Su aspecto de viejo lobo de mar puso sobre alerta a Gastón Bozzano, que, con su traje gris oscuro y su andar nervioso, parecía un miembro del servicio secreto. No habló, pero su mirada desalentó todo entusiasmo. Poly Laborde, que andaba de acá para allá buscando una oportunidad de ofrecer sus servicios de editor y agente de viajes, no se enteró de nada. Igual que el bueno de Coco López que, en su afán de estrechar la mano de todos y cada uno de los invitados, se ganó que lo apodaran Roberto Carlos. Pero quién por estos días puede darse el lujo de tener un millón de amigos. Nadie. Ni siquiera Chiquito Reyes, que andaba por ahí con un librito bajo el brazo, y que ejerce mejor que nadie por estos pagos la profesión de amigo. O amigasigo, como a él le gusta decir.

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