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 lunes, 01 de septiembre de 2003

Reflexiones
La disgregación del régimen de partidos

Horacio Quiroga (*)

Con las elecciones nacionales de octubre de 2001 se abrió un período de impugnación de la política, de carácter inédito, que se ha interrumpido con las elecciones presidenciales del 27 de abril de 2003, sin que hoy se pueda afirmar que se ha cancelado. Ha desaparecido la irritación pero se observa una actitud expectante en la sociedad en el marco de un proceso de disgregación del sistema de partidos. El período comienza con el malestar de los ciudadanos (que reconoce una historia más antigua) reflejado en las urnas el 14 de octubre, dos meses antes de la renuncia de De la Rúa, que dio como resultado una cifra elevadísima entre el voto negativo y la abstención que alcanzó al 42,67% del padrón electoral. Este desatendido llamado de atención de una sociedad agotada tuvo su continuidad, a través de otras manifestaciones, en el colapso institucional del mes de diciembre de 2001 que derivó en el fracaso del gobierno de la Alianza.

Ese movimiento de impugnación, que sacó a luz la crispación de una sociedad cansada, produjo cambios profundos en la vida política, por momento brutales, que afectaron la relación de los ciudadanos con las instituciones. Luego de estas hondas transformaciones, que trataremos de comprender más abajo, se podría volver a preguntar: ¿cuál es la relación de los ciudadanos con la política y cuál ha sido el impacto de esa relación en el actual proceso electoral?

Del hundimiento que sufrió el sistema de representación en el momento más severo de censura de la política surgieron significativas modificaciones al mapa partidario, que se han puesto de manifiesto en los comicios electorales de 2003. Los niveles de desaprobación han transformado profundamente las expresiones del sistema de fuerzas políticas. A la fragmentación del peronismo se une la decadencia del radicalismo, la debilidad de los terceros partidos en formación, y el surgimiento de diversas coaliciones de carácter electoral de centro-derecha y centro-izquierda, que atraviesan los partidos mayoritarios (por ejemplo, en Buenos Aires, en Santa Fe, en Catamarca). Fuerzas de menor tamaño como el partido socialista muestran cierta fortaleza y parecen haber pasado por la prueba de la construcción de estructuras estables. Aún de manera invertebrada se conforma una geografía partidaria novedosa, producto del proceso de impugnación de la política, en la cual podría asomar el perfil de un partido predominante con el justicialismo. Más allá de la fragmentación y de la falta de liderazgo partidario, los dirigentes del peronismo han podido, a diferencia del radicalismo, retener a la mayoría de sus votantes y han aceptado participar en los últimos comicios sin cobertura partidaria, adaptándose de esta manera a un paisaje político diferente, que en determinados lugares no les era favorable. Sin lista propia, integrando coaliciones, el peronismo obtuvo la mayoría de las bancas en la ciudad de Buenos Aires, en las elecciones de agosto.

Desde la conformación del Frepaso a fines de 1994 la mayoría de los analistas pensaron, dado su rendimiento electoral, que se asistía al derrumbe del clásico sistema bipartidista radical-justicialista que domina la política argentina desde mediados del siglo XX. Sin embargo, con la disgregación de los partidos mayoritarios lo que ahora resulta comprometido no es el sistema bipartidista sino el régimen de partidos. El cambio más visible es la dispersión y la multiplicación en el sistema de fuerzas políticas. Así como asoma el perfil de un partido predominante, hay también evidencias de un esquema bipolar, sin grandes partidos enfrentados, representado en dos coaliciones, de centro-izquierda y centro-derecha. Estas coaliciones son todavía precarias y están expuestas a su disolución, hasta ahora tienen un carácter electoral y no revelan una intención de constituir sólidas coaliciones de gobierno. No hay que olvidar, por otra parte, que la Argentina carece de una cultura de coalición que ha estado siempre opacada por un sistema hiperpresidencialista, con fuertes liderazgos personales apoyados en amplias mayorías electorales.

La democracia requiere la adhesión y la participación de los ciudadanos en los comicios electorales. Por eso, siempre es un signo inquietante el desinterés por la cosa pública, la poca importancia que se le puede dar al voto y la discontinuidad en la concurrencia electoral. Aunque no hay índices alarmantes, la participación electoral ha disminuido en la Argentina. Ya aludimos al voto sanción del mes de octubre de 2001; a ese significativo precedente se puede agregar, a título ilustrativo, el nivel de participación (78%) en las elecciones presidenciales del 27 de abril de este año, uno de las más bajos en las últimas décadas, el grado de abstención (32%) en las recientes elecciones de la ciudad de Buenos Aires y la baja participación (menos del 70%) en las elecciones a constituyentes de Salta, el 24 de agosto. Si se tienen en cuenta estos indicadores surge un llamativo repliegue en el civismo electoral, que exige estar atento a su evolución.

En este escenario de fragmentación del régimen de partidos, el juego político aparece organizado en torno a la opinión pública (que, como sabemos, se mide básicamente por las encuestas), con menos espacio de participación del parlamento y de las dispersas fuerzas partidarias. En la medida en que Kirchner no accedió al poder con el respaldo de un amplio caudal electoral propio, se convirtió en el máximo representante de la opinión pública ejerciendo de manera inequívoca su autoridad presidencial sobre asuntos que estaban y no estaban (como el tema de los derechos humanos) en la agenda de debate. Pareciera, pues, que la opinión pública (los representantes) produce (y no a la inversa, o de manera recíproca) el líder que pretende que los represente. La demanda de liderazgo está a la vista en una sociedad que meses atrás se expresó en un profundo y hasta contagioso movimiento de condena de la política y de las estructuras partidarias. Conociendo la volatilidad de la opinión pública, habría que tener presente que las crisis políticas más temibles son las que derivan de la crisis de confianza, la que a su vez está precedida por la decepción de los ciudadanos. El riesgo sigue siendo la excesiva personalización de la política y el desplazamiento de las instituciones.



(*) Profesor de la Facultad de Ciencia Política. Investigador del Consejo de Investigaciones de la UNR.

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