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 domingo, 27 de julio de 2003

Reflexiones
¿Son responsables los jueces de la inseguridad; cómo designarlos y destituirlos?

Ramón Teodoro Ríos (*)

Las dos preguntas apuntan a problemas estrechamente vinculados. Por un lado, se ha hecho costumbre manifestarse masiva y estruendosamente contra los jueces penales, sobre todo de localidades vecinas a Rosario, achacándole la vigencia de una impunidad escandalosa. Se les adjudica la falta de esclarecimiento de graves delitos, la liberación de quienes fueran detenidos como sospechosos de crímenes notorios y, en general, una indiferente y pasiva actitud ante el avance alarmante de la delincuencia.

Asimismo, también está en boga opinar públicamente respecto de las condiciones exigibles para que una persona pueda ser destituida, o incorporada, como miembro de un tribunal judicial. Las expresiones vertidas en estos días sobre los doctores Moliné O' Connor, Eugenio Zaffaroni y Aída Kemelmajer, ponen en evidencia la aseveración.

Es bueno el protagonismo de la gente en estos temas; sobre todo cuando la legitimación de nuestros jueces no encuentra respaldo directo en la participación popular. Pero habrán de reconocerse algunos prejuicios erróneos.

Comencemos por desterrar la ilusión de la magia de la ley. Creer que incrementando las penas o implantando la de muerte terminaremos con el delito es muestra de inimputable infantilismo o alarde de dolosa hipocresía. La manía de legislar desaprensivamente también conduce a la anomia. A renglón seguido, y como cuestión previa, reconozcamos que, si no se intentan satisfacer las urgencias elementales de la creciente masa de necesitados (alimentación, vivienda, salud, educación), nunca sabremos cuál es el límite concreto entre la ilicitud y la justificación; ¡cuándo los jueces penales corrigen al causante de una felonía o consuman hasta el paroxismo la irritante desigualdad del sistema social!

Finalmente recordemos que la eficacia del derecho penal no depende de legislar penas exorbitantes para un supuesto ofensor anónimo; más vale se subordina a que la infracción sea esclarecida, descubierto su autor y efectivizada -en el menor tiempo posible- una sanción proporcionada.

Otra gran equivocación es pensar al juez como adversario del delincuente y contrincante de la defensa, erigiéndolo en un cruzado contra el crimen y un omnipotente investigador capaz de desenmascarar a los malvados y perseguir a los sospechosos. Si alguien debe estar artillado con esas cualidades es la policía, la víctima investida del carácter de querellante y el Ministerio Público Fiscal, a quienes les competería presentar "el caso" ante el tribunal, convenciéndolo de la existencia de pruebas suficientes de la responsabilidad penal de los sindicados. En cambio, si se las reclamamos a los jueces les entorpeceríamos cumplir con el debido proceso al boicotear su imparcialidad, herramienta universalmente exigida por las convenciones internacionales de derechos humanos para el ejercicio de la función jurisdiccional.

Y esto no es sólo una cuestión de garantía; también se extiende a la eficacia de la persecución penal, porque no se puede luchar contra el delito desde los compartimentos estancos de las precarias oficinas de nuestros juzgados instructorios, atiborrados de causas penales de la más diversa laya. Por ello, con el Dr. Víctor Corvalán en el frustrado proyecto de Código Procesal Penal de la Provincia, proponíamos que los fiscales especializados dirigieran la investigación preliminar distribuidos por distritos, contando así con inmediación territorial y temporal respecto del presunto hecho delictuoso.

Partiendo de tales premisas parece difícil adjudicarle a los jueces criticados las deficiencias en la investigación o la libertad de los sospechosos. La evaluación de la pesquisa o el mérito para mantener detenida a una persona dependerá de las pruebas recogidas y tanto la defensa como el acusador cuentan con los recursos para provocar la revisión de lo resuelto por otro tribunal superior al cuestionado.

Para la designación de los jueces, mencionamos tres condiciones ineludibles: 1) jerarquía académica; 2) honestidad y transparencia; 3) independencia de criterio. La primera tiene en cuenta los antecedentes científicos o técnicos del candidato y requiere, en el caso de los tribunales inferiores e intermedios, la realización de un concurso de oposición por un jurado idóneo. La segunda demanda una investigación sobre la persona que no debe convertirse en perverso despellejamiento de los integrantes de la nómina. La tercera, finalmente, implica no sólo autonomía de otros órganos políticos y gubernamentales, sino de cualquier factor de poder, como podría serlo la opinión publicada a través de los medios masivos de comunicación.

Entre las condiciones que no resultan ineludibles para la designación ubicamos la ideología jurídica del candidato: ¿cuál es su modo de entender el derecho o su criterio para interpretar la ley y dictar su fallos en materias controvertidas? ¿qué piensa en temas conflictivos como la discriminación negativa y positiva, los problemas vinculados al control social, los derechos humanos, la seguridad ciudadana, etc.?

Decimos que estas últimas condiciones no son ineludibles porque deben tenerse en cuenta para seleccionar los jueces, pero habremos de ser extremadamente cuidadosos al analizarlas.

¿Por qué tanta prudencia? Porque ingresamos al ámbito de lo opinable, de la respetuosa discrepancia. Concepciones científicas o técnicas divididas y concepciones vulgares erróneas. Es la búsqueda del perfil del juez que "queremos", pero sucede que no todos "quieren" lo mismo. Los matices son numerosos y en una burda enunciación el catálogo se extiende desde el "conservador", enemigo de innovar, estrechamente ligado a la tradición y entendido como reaccionario, hasta el "liberal" progresista y permisivo a quien por su atrevimiento se lo considera, al menos, como imprudente. Un equilibrio adecuado de distintas tonalidades en la integración de un tribunal puede ser usina de enriquecedoras reflexiones y fructífera jurisprudencia. Una tónica cerrada y autoritaria o, por el contrario, anómica y despreocupada, resulta asaz inconveniente.

En este tema es falsa, o cuanto menos semánticamente errónea, la opción entre garantismo y antigarantismo: los jueces y abogados están para hacer valer las garantías y éstas trazan el camino para realizar el derecho, no para impedir su vigencia. De allí la necesaria conjunción entre garantías y eficacia. Es impensable la existencia de una sin la otra: autoridad firme, pero de acuerdo a la Constitución.

En síntesis. No estimamos viable destituir a un juez por el contenido jurídico de sus resoluciones si exhiben motivación suficiente. Tampoco parece se pueda descalificar de plano a un postulante por adscribir a determinado pensamiento técnico o científico. La redolarización de los depósitos resuelta por la Corte en el caso Smith, por ejemplo, cuenta tanto con oposición como con razonable apoyo en la doctrina. La concepción de un derecho penal de mínima o de que el sexo oral no era violación según el texto anterior del Código Penal fue sostenida por muchos autores y tribunales, además de Zaffaroni.

Tampoco el juez encabeza la lucha contra el delincuente ni es el principal responsable de la seguridad ciudadana. Hace tiempo sostengo que el juez no debe ser quien insta, impulsa, instruye y orienta la persecución penal de los delitos, ni quien investiga y prueba para condenar al acusado. Y no lo debe hacer por dos razones: una razón de garantía, como lo es salvar su imparcialidad; y otra razón de eficacia, porque no hay nada más ineficiente que una instrucción formal omnipotente y burocrática para esclarecer los hechos criminales que hoy azotan a la población.

Sin embargo el juez puede perder su imparcialidad sin siquiera darse cuenta, apenas asuma un rol que no le pertenece. Hace falta un tiempo para sepultar nuestra cultura inquisitiva. Les cuento una experiencia personal. En cierta ocasión, obstinado en esa lucha contra lo que estimaba ilícito, rechacé como juez el pedido desincriminante de los auténticos investigadores y acusadores en un proceso penal (el fiscal y el ofendido por el delito). Un avispado periodista, con sobrada razón, reprochó inteligentemente mi incoherencia: "Si este magistrado realmente propicia un sistema acusatorio jamás puede en el ejercicio de su función diaria desplegar su actividad con un criterio opuesto".

Quizás la autocrítica sea nuestra mejor maestra. O un atisbo del inicio de nuestro interminable aprendizaje. Reconocer los propios errores es un signo saludable de enriquecimiento y progreso. Por ello es bueno ensimismarnos en la autocrítica de nuestra crítica.



(*) Profesor de la Facultad de Derecho del Rosario de la Pontificia Universidad Católica Argentina.

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