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 domingo, 27 de julio de 2003

Interiores: las determinaciones del ser

Al entrar en nuestro diccionario de la lengua en la primera acepción de "albedrío" se sufre una impresión considerable, ya que la breve definición ahí desplegada implica, con toda probabilidad, el máximo de lucidez que puede lograr un ser humano, y lo que es más importante, la conciencia también máxima que se puede alcanzar en lo más alto de la escala de lo viviente donde, claro está, no habitan ni piedras, ni animales, ni plantas.

La Real Academia dice de albedrío: "Potestad de obrar por reflexión y elección". En primer lugar, la definición entra por la puerta de la potestad, que es tanto como decir la habilitación a disponer. Dicho secamente, "disponer de"... es decir disponer de lo que sea: bienes, hijos, familiares en general, objetos que no alcancen la calidad de bienes, y por supuesto también males, que con bastante abundancia desparramamos.

Ahora bien, importa que esta potestad de disponer en el obrar humano sea por reflexión, lo que daría como resultado una elección consciente y lúcida. Surge en forma inmediata la pregunta: cuántas veces los denominados adultos responsables obran con tal grado de conciencia, puesto que nadie renuncia a su potestad de obrar y actúa aún sin reflexión. O lo hace más allá, o más acá de la reflexión, por impulso o por determinación, esto es, por estar determinado y por lo tanto impulsado a: fumar, beber, engordar, adelgazar, y todos los etcéteras posibles.

En segundo lugar, la definición se refiere al "libre albedrío", célebre facultad humana que es cuando tías y tíos pueden disponer libremente de su albedrío y por tanto obrar de acuerdo a su leal saber y entender, sin estar sujeto a determinaciones explícitas o implícitas. Es decir prácticamente nunca, o al menos no tantas veces como imaginamos, o como anunciaba mi gran abuela Faustina, tan navarra, como española ella, que afirmaba con cierta solemnidad que a los siete años a uno "le caía el juicio". Es decir que a partir de esa edad el humano empezaba a circular con juicio, convertido en un juicioso, dentro y fuera del hogar.

Al seguir el recorrido de la definición, uno se desayuna que en la segunda acepción albedrío también quiere decir lo contrario: la voluntad no gobernada por la razón, sino por el apetito, antojo o capricho. Nada demasiado extraño, pues muchas veces la lengua hace gala de su polisemia y una palabra puede llegar a tener significados opuestos, que en este caso se trataría de un albedrío que dejó de ser libre pues está a merced, nada menos que del apetito, el antojo o el capricho. Es decir que de un buen albedrío se espera una voluntad gobernada por la razón, libre de los azotes mencionados.

Convengamos, sin embargo, que a cualquier hijo, o hija del señor al que se le otorga carnet de conducir, por ejemplo, luego del correspondiente examen psicofísico, o la matrícula profesional, por lo general sin ningún examen psicofísico, o la habilitación o contratación laboral muchas veces con el mencionado examen, a las cuales se le suele agregar la habilitación para matrimoniarse, seguida de la consumación del acto. Pues bien, las sucesivas habilitaciones mostrarían un occidental y cristiano en su sano juicio, según mi abuela y cualquier tribunal, incluido el gran tribunal de La Haya. Se trata, en el caso del susodicho, de alguien habilitado a correr el riesgo de circular por las calles de Dios, y también del Diablo, o a los riesgos del trabajo, y más que nada del no trabajo, y, por supuesto a los riesgos del matrimonio como Dios manda, pero donde también el Diablo mete la cola, como bien se sabe.

De hecho que también exponemos a los que nos rodean cuando somos habilitados a circular por esos caminos, teniendo en cuenta que no siempre actuamos según la potestad de obrar por reflexión y elección. Por empezar, la más de las veces el apetito no está gobernado por la razón, y es más bien la apetitez quien decide la composición y configuración de parrillas humeantes, con un olor majestuoso y preparatorio del momento en que la carne se abalanzará sobre la carne, conformando una escena escasamente racional, por lo demás no gobernada por el agua mineral.

También es cierto que antojos y caprichos suelen impulsar a los humanos, más allá del marco permitido de los embarazos en los que las mujeres, supuestamente, se antojan y los hombres, también supuestamente, satisfacen. O cuando a algún funcionario, funcionando en su sano juicio, se le antoja frenar el capricho de gente juiciosa, a la que le apetece llevarse sus dineros, tantas veces mal habidos, al exterior, y para remediar semejante drenaje el juicioso funcionario decide acorralar los dineros de unos pocos ricos y de casi todos los pobres, que no podían disponer ni de su sueldo. Es decir, obrar con su sueldo de acuerdo a su libre albedrío para poder decidir para lo que alcanza, y más que nada para lo que no alcanza, el producto de su trabajo.

Es que una de las mayores ambiciones humanas implícitas en la definición inicial es esa de que la voluntad esté gobernada por la razón. Nada como la voluntad para contrariar los dictados de la razón, ya que no basta la voluntad de amar a alguien para efectivamente amarlo y nada puede hacer la razón cuando la voluntad desaparece. Como se puede ver, estamos atravesados por múltiples determinaciones que suelen determinar nuestros apetitos, antojos y caprichos, al punto que sólo muy parcialmente podemos decir que estamos gobernados por la razón. Más bien estamos gobernados por nuestras razones, que muy a menudo confundimos con tener la razón. Lo que lleva a otra confusión, y es interpretar el libre albedrío como hacer lo que uno quiere, cuando quiere. Como al otro le pasa lo mismo, muchas veces los humanos parecen circular en autitos chocadores, más bien sordos y ciegos, chocando ego contra ego, y todo el mundo olvidando no sólo la importancia, sino la alegría de que exista el otro.

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