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lunes,
27 de
agosto de
2007 |
Reflexiones
Democracia cultural
Juan José Giani (*)
En el amanecer del siglo que acaba de concluir, el filósofo español Miguel De Unamuno fue invitado a presenciar una película del talentoso humorista Charles Chaplin. Al finalizar, uno de sus entusiastas acompañantes le requirió presuroso una opinión sobre dicho episodio cultural. Unamuno meditó un instante y luego afirmó: "Me pareció una obra extraordinaria, aunque no comprendo muy bien de qué se ha reído el público".
Aquella escueta pero lapidaria reflexión patentiza la fluida simbiosis que comunica a la risa con la desgracia. El cine de Chaplin, tal vez como ningún otro, escenifica las prolíficas e intrincadas maneras en que el humor se alimenta (de) y conjura (el) sufrimiento humano. Quiero decir. Resulta obvio que la jocosidad causa placer y la calamidad ocasiona pesares, pero dicho binarismo no expone un carácter asimétrico y escindido sino dialéctico e imbricado.
Hay ocasiones donde ello se exhibe palmariamente, pero en otras funciona como un suelo antropológico renuentemente tematizado. Pensemos, para el primer caso, en la mejor película de Woody Allen. Me refiero a "Crímenes y pecados”. Allí, mientras se parodia sin piedad a un desagradable personaje del espectáculo norteamericano (Alan Alda), se nos muestra a su vez el rostro perverso de una modernidad donde el éxito se cimenta sobre asesinatos impunes, la progresiva ceguera de la filosofía y la inanidad de toda ética desprovista de una cobertura religiosa. Para el segundo, vale remitirse a la filmografía de Laurel y Hardy o a la entrañable figura de Rogelio Roldán. El engranaje bufonesco que circula en ambos relatos sublima los vaivenes de un conjunto de vidas atribuladas y desabridas.
La obra de Allen nos empuja a la percepción agridulce. Uno ríe e inmediatamente remite al punto de aquella sensación de Unamuno. “¿Cómo disfrutar con esto?”. En otros casos río sin tapujos, siendo que hirientes infortunios despuntan nítidos en los intersticios de nuestra plácida e intempestiva carcajada.
Tanto el humor físico, inmediato, instantáneo y apuntalado básicamente en gags (Los tres chiflados, Jerry Lewis o Jim Carey), como el humor gestual-narrativo, sostenido en el doble sentido, el giro semántico sorpresivo y la complicidad ansiosa del espectador (Alberto Olmedo, Guillermo Francella, el Negro Alvarez), pasando por el humor textual, donde predomina la mediatez y cierta apropiación pausada por parte del escucha-lector (Les Luthiers, Roberto Fontanarrosa, Groucho Marx, Jerry Seinfeld); son formas estilizadas de canalizar los vacíos del ser y nuestras agobiantes pulsiones hacia la negatividad. Momentos estentóreos, tan fugaces como imprescindibles, en que el género humano suspende su condición de carente y decide abordar lúdicamente sus insuficiencias, bien como camino para ocultarlas, bien para establecer un pacto de convivencia tolerable con ellas.
Por cierto, la historia del humor nos señala un linaje de estrategias diversas para dialogar con la sustancialidad del padecer. La primera es la burla (más habitual en el humor físico), donde el desenfreno actoral y el ritmo expositivo procura sofocar el dolor primigenio. La segunda es el chiste (más propio del humor gestual), donde el efecto buscado es la neutralización o el apaciguamiento. Y el tercero es la ironía (recurrente en el humor textual), donde la expiación de la marca traumática adviene mediante un distanciamiento de tinte reflexivo.
Desde la perspectiva de una filosofía de la existencia, el fenómeno del humor alberga notables potencialidades analíticas. Todos reímos aunque nunca esté claro qué es exactamente lo que nos hace reír. Recordemos aquí brevemente a Jean Paul Sartre. El hombre sale de sí y se relaciona con las cosas porque advierte su escasez. Buscamos lo que no tenemos. Frente al absurdo conceptual de un mundo quieto, siempre sufrimos la penuria de aspirar a aquello que perpetuamente nos falta. El imperecedero temple humorístico es la ontológica consecuencia de un ser humano que suple las vacancias materiales mofándose de su desamparo.
La comicidad es la genialidad creativa que permite mutar una situación terrible en un reparador instante de solaz. La misteriosa circunstancia de que nuestra carcajada brote tras una burla, un chiste o una ironía depende de la íntima y peculiar ligazón que pautamos con el sufrimiento: asfixiarlo, administrarlo o intelectualizarlo.
El humor, casi como ninguna otra práctica social, supone una democracia de las afecciones. Esto es, no sólo disfrutamos de un espectáculo que se nos brinda, sino que ejercemos (con mayor o menor calidad, poco importa) la multitudinaria facultad de fabricar risa. Controlamos la dramaticidad de la historia con la anónima terapia de pasar un buen rato.
El humor es así un instrumento cultural de formidable impacto, por cuanto representa, en todos los casos, idiosincrasias y estrategias de vida. Si la escasez es constitutiva de lo humano, y la capacidad de tolerar los padecimientos es limitada, sin la relajante inclinación a sonreír, los pueblos sucumbirían fatalmente en la psicosis. Habita por tanto en su seno un rotundo ejemplo de equivalencia cultural. Todos quieren observarlo, pero cada cual se empeña también en practicarlo. Distintos subgrupos le colocan su impronta, pero ninguno se priva de reincidir en su uso.
Cierto paternalismo con ínfulas pedagógicas continúa caracterizando a las gestiones culturales. La circulación masiva de objetos refinados debería servir, suponen algunos, para jerarquizar paladares estéticos aún inmaduros. La Feria del Humor organizada este año por la Secretaría de Cultura procura advertir sobre la torpeza ideológica de aquellas perspectivas. La comicidad como filosofía de la existencia marca un recomendable sendero para el funcionario sensato. Alentar un polifónico horizontalismo expresivo que torne más amigable los ancestrales sinsabores del mundo.
(*) Subsecretario de Cultura de la Municipalidad de Rosario
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