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domingo,
04 de
febrero de
2007 |
[Lecturas]
Articular la pasión
Poesías. "El árbol de las palabras", de Mirta Rosenberg. Bajo la Luna, Buenos Aires, 2006, 250 páginas, $30.
Irina Garbatzky
Inventar una lengua que suplante el misterio del mundo, utilizando la palabra exacta para reemplazar aquella que en proceso del nombrar se da por perdida, ha de ser el ejercicio del traductor y también el del poeta. En el “El árbol de palabras”—volumen que reúne la obra poética de Mirta Rosenberg publicada entre los años 1984 y 2006— el arte de escribir consiste en configurar un lenguaje íntimo entre la palabra propia y la fragmentaria percepción del mundo.
La reunión de la obra poética de un escritor debería permitir vislumbrar una interrogación, que se supone funciona como motor de la escritura. En el caso de Rosenberg la pregunta que insiste tal vez sea aquella que inquiere si acaso es posible formular la pasión como una ecuación poética y cuál es la proporción del lenguaje (su exactitud, su desborde) para los afectos de los hombres.
Señala Rosenberg en un artículo sobre Marianne Moore: “El exceso es el sustituto más común de la energía. El sentimiento más profundo —como todos sabemos a partir de la experiencia— tiende a ser desarticulado. Si logra articularse, es probable que parezca sobrecondensado, de modo que al autor se le acusa de enigmático, o desatento, o arrogante”.
Los poemas de “El árbol de palabras” caminan de la observación apacible hacia el fondo de las pasiones, esa potencia que sustenta el diálogo entre el poeta y un entorno siempre fugaz. Si bien el origen del poema puede darse de manera azarosa, su virtud es la de articular formalmente la emoción: “Toda/ pasión concluida/ es emoción /aclarada. Correr/ la silla al sol para rehacer/ el ayer/ y ver cómo maduran/ bellamente,/ los duraznos este año”, señala Rosenberg.
No se trata de la elaboración de una figura que resuelva el misterio, sino del mismo tránsito entre el preguntar y el responderse: ¿puede el miedo ser el origen de la acción? ¿cuál será la fuerza creadora? ¿qué diferencia existe entre el sujeto que observa y el objeto que es observado? ¿puede la palabra recuperar lo perdido, lo percibido?. “¿El sitio/ de preguntar es la poesía?”, interroga la poeta casi con ironía, recordando el valor que tiene quien en lugar de respuestas utiliza nuevas preguntas: “Si supiera qué decir no escribiría,/ me iría de aquí”.
El modo de sonar La manera de articular la pasión es ante todo la manera que tiene el poema de ser escuchado. El modo de “sonar” particular que construyen los poemas de Rosenberg establece una sorprendente constancia a lo largo de su obra; una acentuación regular, una escansión de tiempos determinada, rimas internas y aliteraciones. El privilegio de la escritura —como asimismo el de la traducción— es el de gozar del placer de las palabras, poseyendo su sentido y su música, volviéndose amorosamente hacia ellas.
Así, en la construcción de sus poemas no es menor el papel que ocupa el aspecto sensorial de la lengua. Rosenberg —quien ha traducido poemas de gran “agobio” lingüístico como “Jabberwocky”, de Lewis Carroll, o los “Limericks”, de Edward Lear—, sabe que detrás de los palíndromas y los juegos verbales se esconde algo más que el mero entretenimiento: quien conoce la lengua puede inventarla, es decir, darle entidad.
“Un poema, además de ser sobre algo”, sostiene la autora en referencia a la obra de C. E. Feiling, “es, cuando es dichoso, algo en sí mismo, pongamos, una suerte de mural sónico erguido en un presente perpetuo (...) Escribir poesía es escribir en otro idioma”. Así, bajo el augur del “signo de la palindromía” (“Madam, I' m Adam” o “Mad am I”, son algunos de los juegos verbales de “Madam”, su libro de 1988), el libro de Rosenberg reúne la propia poesía y sus poemas traducidos, inscribiéndose en una tradición, iniciada por Alberto Girri, que unificó la traducción y la escritura como dos modos de construir una versión, una voz singular.
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