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 lunes, 22 de enero de 2007  
¿Progreso o decadencia?

Muchas personas dicen que la ciudad ha “progresado”, pues se ha construido un hotel de cinco estrellas, se mejoró increíblemente la costanera, se inauguraron frente a ella dos shopings y está por comenzar la construcción de otro gran hotel, esta vez con casino incluido. Además, está el extraordinario puente sobre el río, cuyas luces por las noches se divisan desde muy lejos, como un gran crucero que avanzara hacia las islas. Todo hermoso, muy hermoso. Da gusto caminar ahora largamente junto al río, tomar un café en los glamorosos bares que proliferaron en la costa o refugiarse en los complejos de cines a ver confortablemente los estrenos cuando el calor agobia. La ciudad ofrece a los turistas tanta belleza. Escucho esto casi a diario, y casi a diario me pregunto: ¿esa es nuestra ciudad?. ¿Son esos los espacios que la representan? ¿Es eso solamente lo que se ve como ciudad? Hace casi veinte años que vivo en la misma cuadra, una muy céntrica, a escasos metros del Monumento a la Bandera. Sin hacer referencia a los numerosos barrios humildes o villas miserias a cuyas espaldas surgirá el grandioso nuevo hotel, lugares en los que abunda la gente sin trabajo, los niños sin escuela y los ancianos sin salud, voy a hablar solamente de mi cuadra. En ella, de día y de noche, personas de todas las edades juntan cartones que luego venderán por escasos centavos. Son personas dignas, que agradecen con timidez si alguien les da algo de ropa o de comida. A mitad de cuadra había una hermosa mansión de floridos balcones, que con el correr de los años devino, sucesivamente, primero en garaje, luego en verdulería y ahora en habitaciones alquiladas a gente humilde (jóvenes parejas, ancianos, familias) que nunca permanecen allí por mucho tiempo. Hay cantidad de cables que confluyen hacia el mismo medidor de luz, los vidrios están rotos y las rejas oxidadas. Más allá, en una casa hoy deshabitada que lucía un lustroso frente de mármol, ahora corroído y escrito con aerosol, hay una silla desvencijada atada con alambre a lo que queda de un portón despintado. Allí, un señor que los vecinos conocemos y apreciamos (siempre ofrece sus servicios “para lo que sea”, con honestidad), vende huevos caseros y lava autos. En la esquina hay un parquecito y por las mañanas, quien pase por ahí, no tardará en advertir la presencia de un grupo de jóvenes _casi niños_ aspirando pegamento. Entonces, me sigo preguntando, ¿a qué llamamos “progreso”? ¿No sería progreso que los niños estuvieran en las escuelas y los casi niños se formaran en algún oficio? ¿No sería progreso que los padres sin vocación de cartoneros tuvieran un trabajo remunerado, como la gente que busca en los contenedores o el señor que vende huevos? ¿No sería progreso que las familias pudieran permanecer de manera estable en un hogar sin deambular en busca de una habitación para vivir? ¿De verdad creemos que podemos construir algo realmente valioso sin asegurar primero una situación educativa que ofrezca un futuro con posibilidades? ¿O que es posible la existencia de una ciudad progresista y bella, con una distancia que se agranda cada vez más entre los sectores sociales que la habitan? Si pensáramos primero en que todos los ciudadanos tengan derecho a disfrutar de lo construido, privilegiando los derechos básicos _bibliotecas, escuelas, hospitales, barrios, clubes, centros culturales_ tal vez la ciudad no deslumbrará con sus nuevas construcciones, pero nos sentiríamos mejor, y los fuegos artificiales que de tanto en tanto lucen en la renovada costa, las luces del puente y los bares costeros, dejarían de ser, para la mayoría, algo extraño, lejano y ajeno.

Graciela Martin, LC 6.378.978


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