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 domingo, 21 de enero de 2007  
[Lecturas]
Una antropología de lo fugaz
"Omnibus", de Elvio Gandolfo, puede leerse como un ensayo, un diario íntimo, una novela y una carta de amor

Alberto Giordano

No es fácil (tampoco interesante) nombrar directamente el género al que pertenece “Omnibus”, el último libro de Elvio Gandolfo, sobre todo porque al leerlo se nota que el autor disfrutó mucho con esa indeterminación. En el arranque hay un claro gesto ensayístico: Gandolfo dice que se decidió a escribir sobre las decenas de viajes que hizo a Rosario en el último par de años para tratar de comprender por qué, si antes detestaba trasladarse en ómnibus, ahora no sólo lo tolera, hasta los disfruta. En este misterio módico se envuelve y manifiesta otro de resonancias más amplias, “un tema más general” que no se sabe bien en qué consiste pero que parece estar ligado al espíritu de los tiempos que corren en la vida del escritor-viajero. La presencia esquiva de eso que se adivina esencial es lo que convierte ahora el antiguo suplicio de viajar en ómnibus en una experiencia serena “pero a la vez maleable, densa, cargada de algo”, algo real.

Podríamos decir, abusando del lugar común, que Gandolfo escribió este libro para provocar o acechar la revelación, que presentía inminente, de ese misterio, con la confianza en que, no importa con cuanta perseverancia y lucidez lo contornease, sin embargo no ocurriría. Lo que más acá de su improbable atribución genérica le da a “Omnibus” un estatuto literario definitivo es la intensidad con la que el estilo de Gandolfo, ese estilo que oscila entre el lirismo y el golpe de humor deceptivo, como para que las fuerzas de la emoción y las de la inteligencia no se subordinen unas a otras, explora detalladamente los caminos que se abren a partir del diálogo con lo incierto sin imponerles una dirección convencional.

“Omnibus” también nos hace pensar en un ensayo por la forma en que su desarrollo, tentativo y fragmentario, se desvía de lo que fue el proyecto originario del autor (escribir algo con “la unidad y la contundencia de un cuento”) y, a fuerza de digresiones, se prolonga bastante más allá de lo previsto, en busca de una textura y un ritmo que convengan a la configuración de lo misterioso.

Como la retórica que modela esa búsqueda es la que corresponde a un ejercicio de “autoinspección” insistente pero discontinuo, siempre en estado de recomienzo, la sintaxis narrativa de “Omnibus” nos hace pensar también en las secuencias de un diario íntimo, ese género que produce un efecto de vida incomparable porque presenta la sucesión de los días como un proceso sin origen ni fin determinados, puro transcurrir que hoy adopta la máscara rígida del cumplimiento de un destino y mañana la más ligera del acontecimiento azaroso.


El registro
Durante varios años Gandolfo viajó con frecuencia (una frecuencia entre mensual y semanal, según los compromisos laborales) de Buenos Aires a Rosario, ida y vuelta; en algún momento también indeterminado de ese ir y venir, comenzó a “llevar” un libro en el que se propuso registrar todo lo que pasaba en los viajes dentro y a través de las ventanas de los ómnibus, desde la distribución de los asientos al estado de los baños, pasando por el humor de los choferes, las comodidades de los servicios especiales y el espectáculo o el fantasma de los accidentes trágicos.

Para poder cumplir con ese programa de “interrogación de lo habitual”, según la consigna que encontró en un texto breve de Georges Perec, le exigió a su arte la precisión necesaria para fijar, o al menos señalar, los matices imprecisos de algunas realidades triviales y la belleza fugitiva del paisaje en los días de otoño. A sus ya probadas y eficaces destrezas de narrador les reservó el registro de algunos encuentros y algunas conversaciones con otros viajeros.

“Omnibus” también nos recuerda el discurrir espiralado de los diarios íntimos, en los que se vuelve siempre más o menos sobre lo mismo, la fuga del sentido de la vida, porque su andar reflexivo está pautado por la alternancia entre el deseo de continuar y el de abandonar la escritura que se posesionó del Gandolfo apenas comenzó a “llevarlo”. Los saltos temporales que quedan registrados sin una explicación que los justifique (entre la escritura del segundo capítulo y la del tercero pasaron más de un año; entre la del tercero y el cuarto, varios meses) señalan claramente que cada recomienzo ha sido un triunfo sobre la más peligrosa y placentera de las voluntades que mueven a quienes llevan un registro periódico de sus vidas, la de diferir.

Como todos los diarios de escritores, cuando “Omnibus” expone, sin revelarlas, las razones secretas de su composición, porque alimenta en el lector un deseo de sentido irrealizable (¿qué pasó entre una secuencia y otra?, ¿por qué el proyecto vaciló de tal manera?), se deja leer también como una novela.


Las cosas de la vida
La escritura de “Omnibus” comparte con la del diario íntimo el enraizamiento en el presente, la continua revisión del pasado de acuerdo con los intereses actuales y el saberse abierto a lo desconocido. En este tiempo, o esta dimensión del tiempo a la que accede por el acto de escribir, Gandolfo procesa un saber sobre las cosas de la vida (que es, en principio, un saber cambiante, provisorio, sobre lo que ocurre en los viajes a Rosario) fundado en el reconocimiento del valor de la alternancia y la fugacidad. No importa cuán significativo sea un momento, el que lo sigue podría devolvernos la certidumbre de nuestra trivilialidad porque, incluso si transcurre en su tiempo preciso, todo momento termina, o mejor, todo momento recuerda, al consumarse, su desaparición.

Esta es la lección melancólica que Gandolfo ya había aprendido al escribir uno de sus mejores cuentos, “Filial”, la que dice que la melancolía, la aceptación de la coexistencia de la vida y la muerte, es el estado propicio para que la atención pueda fijarse en ciertas realidades que de otro modo perderíamos, por incapacidad de notarlas o de soportar su futilidad. El espíritu del tiempo en el que transcurren y se escriben los viajes a Rosario, un tiempo de dispersión serena, regida por un equilibrio precario, es el de una apertura a lo que la vida puede tener de intenso (hablamos de una intensidad discreta, sin estridencias melodramáticas) en razón de su inesencialidad.

El escritor-viajero se presenta, con humor, como alguien que acaba de entrar en “el otoño de la vida”, no porque lo abrume un sentimiento de decadencia, sino más bien porque en algo se identifica con los árboles otoñales que un día descubrió al costado de la autopista: como en ellos, la certidumbre de la muerte y el recomienzo de la vida a veces se enlazan en su espíritu con tranquilidad.

Gandolfo incluyó como apéndice de su libro el ensayo en el que Perec esboza los fundamentos de una antropología de las “cosas comunes” a través de la cual podríamos aproximarnos a “nuestra verdad” con mayor fortuna que cuando interrogamos la espectacularidad de algunos “acontecimientos extraordinarios”.

Es indudable que el llamado a interrogar lo trivial y lo fútil para acechar el corazón secretos de nuestros hábitos encontró respuestas en los ejercicios literarios y espirituales que recorren las páginas de “Omnibus”.

También, que Gandolfo tuvo que desviarse por lo menos en tres ocasiones de ese eje programático para que pudiesen entrar en el registro de sus vivencias de viajero los fragmentos de una experiencia amorosa. Se sabe: ninguna historia de amor puede escapar a la trama que construyen los hábitos sentimentales, pero el amor, que no sabe más que de recomienzos, sin ser espectacular, ni siquiera perceptible más que por sus efectos, es el más extraordinario de los acontecimientos extraordinarios.

En esa irrealidad fugaz, que es al mismo tiempo fuente de encanto y perturbación, lo capturan las notas del escritor-viajero cuando nos dejan entrever los afectos sin nombre que pasan por la conversación en la que se sostienen, a veces con una naturalidad envidiable, otras con esfuerzo, un hombre y una mujer que hasta hace poco eran amantes y que ahora se reencuentran en el ómnibus que los lleva a Buenos Aires.

Sin adecuarse por completo a las convenciones de ninguno de esos géneros, el último libro de Elvio Gandolfo se puede leer como un ensayo, un diario íntimo, una novela, y también como una carta de amor. Una carta dirigida a “la mujer de ojos marrones” que, a favor del amor, para que pueda repetirse sin tentar siquiera la realización improbable, acaso no espera respuesta.


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