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 domingo, 21 de enero de 2007  
[Nota de tapa] Libros con premio
El detrás de la escena de contar historias
Nacieron cuando apenas comenzaba la década del 70. Ambos encuentran en la escritura la posibilidad de recrear mundos. A Betina González y Sergio Di Nucci un premio les dio la posibilidad de publicar y de concretar un proyecto literario que recién empieza

Lisy Smiles / La Capital

"Al escribir se sobrevive al olvido"
Betina González admite que tiene una obsesión: le incomoda que los objetos sobrevivan a sus dueños o mentores. No evita reírse cuando se le señala que eso pone en evidencia su herida narcisista, y entonces va más allá cuando responde que la memoria plural, para nada unívoca, y también el olvido son herramientas contra esa herida que angustia. Por eso la escritura, porque remedia; y por eso construye artificios, como “Arte menor”, su novela que recibió el premio Clarín/Aguilar 2006.

Nació en 1972, en la provincia de Buenos Aires. De niña empezó a escribir, “sí, cumplí con todos los lugares comunes, quería que mis poesías se publiquen en el diario escolar”. Después, la idea creció, y ella también, obvio. Empezó a estudiar letras y comunicación, hasta que la escritura se tornó un hábito, dice que se convirtió en algo serio. “Dejé letras, porque con la escritura ya tenía mi momento de soledad, y avancé con comunicación”, explica en diálogo con Señales mientras acomoda sus cosas para partir una vez más hacia Estados Unidos. En esta ocasión para continuar con un doctorado en literatura iberoamericana. Antes, cursó una maestría sobre creación literaria, durante la cual pergeñó “Arte menor”.

El argumento es sencillo, una hija busca a las ex amantes del padre para reconstruir la historia de ese hombre: un escultor de poca monta, un tanto ausente de la vida familiar. La excusa, seguir el rastro de una escultura que regalaba a sus mujeres. Hasta ahí, la historia, plana, sin pliegues. Pero la novela pivotea justamente sobre los accidentes geográficos de esa historia, esos donde la literatura busca desplegarse. Rastrea entre la memoria y el olvido, se revuelca en lo áspero del fracaso y dibuja verdaderas caricaturas que arrancan una sonrisa cuando el melodrama intenta colarse.

—¿Qué idea impulsó “Arte menor”?

— La idea viene porque yo conocía a gente del ámbito de la plástica, tenía algunos amigos de ahí, pero más bien siempre aparecía el tema de la memoria, como algo recurrente. La idea de esta novela surge más como una reflexión sobre cierta crueldad de los objetos, esa idea básica de que cuando vos te morís, los objetos te sobreviven. Eso de un objeto cargado de tu energía, porque vos lo usaste, y que permanece después de la muerte.

—Una herida narcisista.

—Sí, totalmente. Eso de no trascender, eso de pensar que un vaso te va a sobrevivir. Eso que para el ser humano, pienso, es una angustia permanente. Lo que pasa es que la paliamos de distintas maneras. Entonces, un poco la historia de los objetos me llevó a la idea de una escultura, porque de todas las artes que podría haber elegido, la escultura es la que más tiene esa característica objetual. Me vino como una imagen. Pensé: “¿Qué pasaría con la obra de alguien que apareciera años después de la muerte de su autor, pero en otro contexto?”. Algo así como la obra desclasada. Indagar sobre esas historias que no se cuentan, porque en general las que se narran tienen que ver con el éxito. Esta novela surge a partir de esas ideas: la obra como objeto y el fracaso.

—¿Y por qué el padre?

—Porque al elegir trabajar sobre la escultura de un perdedor pensé: “¿Quién se puede interesar en esa obra más que alguien de la familia, alguien que tenga un motivo más allá de la obra?”. Se me hacía muy traído de los pelos trabajarlo desde un crítico o de un detective, tenía que ser desde un lugar más íntimo, pensé en una hija, y además me permitía otro juego con la memoria.

—¿Qué es la memoria para vos?

—No es algo unívoco. Como le ocurre a Claudia (la hija). Lo que siento es que es una forma de supervivencia, no sabemos lo que pasa después de la muerte, pero sabemos que vamos a vivir en el recuerdo de los demás. y eso es algo que da cierta esperanza a la herida narcisista sobre la que hablamos antes. Pero a la vez hay cierta ambigüedad con la memoria. Desde chica, siempre sentí pánico a olvidar, pero después supe que el olvido también tiene que ver con la supervivencia, se da esa dualidad. Olvidar también es sano. De todos modos, siempre tuve esta obsesión de encerrarme a evocar, a repetir algo que me había pasado por el temor a perderlo. Creo que por ahí también se llega a la escritura.

—Los personajes funcionan como piezas de un rompecabezas, ¿las esculturas también?

—No las pensé como personajes. No quería darles una descripción acabada. O sea fotográfica, quería que quedasen en la ambigüedad. La escultura clave aparece con distintos signos en cada relato, y eso obviamente fue intencional, quería que cobrara esa libertad. Bien podría ser un personaje.

—Bueno, acabas de decirlo, son la memoria hecha objeto.

—Sí, claro. Es un juego con el lector para que reconstruya.

—Esta cuestión poco fotográfica también está en la aparición o no de las referencias históricas en cada relato de las amantes.

—A pesar de que novela está situada en los 70 y en los 80, yo no quería jugar una reconstrucción de época. Por supuesto que hay una preocupación porque suene convincente. Se trabaja con la memoria de los personajes, y para mí lo importante es lo que creen esos personajes. No tanto si están dentro de la verdad histórica o no. Por eso está narrada en ese tono, donde no se hace hincapié en ese tipo de verdad. Para mí estos personajes, al momento de la escritura, funcionaron dejándolos hablar.

—La narradora tiene como arranques de argentinismo.

Sí. Antes de irme yo estaba escribiendo historias menos realistas, más despojadas. Creo que pude escribir en ese escenario en el que viví tantos años porque no estaba acá, eso me permitió ciertos guiños, reírme y no caer en la melancolía.

—¿Es absolutamente realista esta novela?

— No, digo realismo porque está esa vieja dicotomía en la que yo no creo donde se dice que todo escritor se divide entre realismo y vanguardia. No acuerdo con esa oposición, pero sí debo evaluarla en ese sentido, en el sentido de que no busca reconstruir una realidad, pero sí reconstruir un verosímil. Es artificial, no reproduce.


"En la verdad siempre hay escándalo"
“Bolivia Construcciones” es una novela que crece, capítulo a capítulo, en silencio. Su tono es sencillo pero firme. Ese tono la asimila al tono boliviano, pero no es la única similitud, ese juego de espejos en casi su marca de fábrica, o habrá que decir de construcción.

El libro ganó el primer premio de novela en el concurso La Nación/Sudamericana, y su autor, Sergio Di Nucci, sorprendió al sostener aún hoy el seudónimo con que lo escribió, Bruno Morales. Pero hubo más, donó el dinero que recibió por la distinción a una entidad boliviana para que facilite los trámites de radicación a los inmigrantes.

Estructurada en pequeños capítulos que operan como postales propone seguir los pasos de un inmigrante boliviano que llega a Buenos Aires. Este joven hace de narrador, y es el encargado de mostrar lo que muchos ven a diario pero desde el lugar del que llega. Siempre con un hambre voraz, ensaya su primer trabajo en la construcción y comienza a caminar las calles del barrio donde deberá vivir pero también de una ciudad que lo maravilla y espanta.

Di Nucci transmite convencimiento cuando se lo aborda por su trabajo. Aún no se anima a decir que es escritor pero no hay dudas que tiene pulso para contar historias.

—¿Por qué te parece que llama tanto la atención que hayas escrito una novela donde recreas el mundo de los bolivianos inmigrantes, sorpresa que se extendió a la donación del premio?

—Me lo dijeron muchas veces, y me sorprendió,: “¿Por qué la donación del dinero del premio a una asociación boliviana y no argentina?”, o “¡Estás desvalorizando el trabajo de un escritor, desdeñando su sueldo!”. Vemos muy seguido en Buenos Aires a bolivianos y bolivianas, inclusive en las calles de los barrios que no son bolivianos, a un joven albañil, a una chola, como a veces las llaman. Sin embargo, me parece que para esos argentinos que, me decís, les llamó la atención, los bolivianos no existen. Y cuando existen, viven siempre en la desdicha, ignoran toda felicidad: pueden ser víctimas trágicas, pero jamás héroes cómicos. La mayor felicidad para el mayor número es un ideal conservador: ¿Qué mejor destino para el dinero de un premio que darlo a una organización que hiciera menos crueles los trámites de inmigración, que sirviera para dar la bienvenida a los bolivianos, que luchara por “Amnistía Ya” para los indocumentados? Todo esto hará ADA, Asociación del Altiplano. Los argentinos de clases medias no gustan ver a su país como destino de emigración. Y muchas veces piensan en términos de “minorías”, donde ellos son la mayoría, el patrón oro.

—Ese joven que llega para ingresar a Bolivia Construcciones hace las veces de narrador narrado, su mirada es ingenua y reflexiva a la vez, pero alguien le pregunta por qué es “tan oscuro” (“bruno: del color negro u oscuro”, según la Real Academia Española).

—Sí, tal cual, bruno significa eso, y reúne más significados, como sustantivo propio y como adjetivo calificativo. Entre ellas, oscuro en el sentido de que un estilo puede serlo: el espejo de los enigmas. En quechua, uno de los significados de Quispe, el compañero de inmigración y de vida del narrador, es vidrio; otro es libertad, albedrío. En “oscuro” también la alusión alcanza a la piel —que es lo primero en lo que repara el argentino—, y más allá a la oscuridad del narrador, de quien no sabemos casi nada. Apenas que es joven, y su curiosidad por el mundo que ve y registra, su pasión por la comida, una avidez alimenticia que también es sexual. Oscuro ha de resultar el narrador, para un personaje como Sylvia, que advierte que no lo revela todo: ¿cuáles son sus rasgos más determinantes en una edad que suele ser muy determinante? Pero él, el narrador que no tiene nombre en la novela, no es Bruno Morales, ni tampoco yo.

—¿Dijiste en un reportaje que “en literatura, lo verdadero no existe”, pero ciertas herramientas de narración en tu novela, quizá tomadas del periodismo, recubren lo literario de verosimilitud?

—A veces, nada está más lejos de lo verdadero que lo verosímil: la verosimilitud apacigua, en la verdad siempre hay un escándalo. En un nivel, por cierto, la novela aspira a la verosimilitud, y aun al realismo. Pero lo narrado no es verdadero, en el sentido literal. Sería pretender algo que escapa a las posibilidades de la ficción. Por otra parte, ¿en qué sentido un argentino, de apellido italiano o español, tanto da, puede pretender hablar de los bolivianos arrogándose la verdad? ¿O, peor todavía, hablar en nombre de los bolivianos? Hace treinta años, un escritor norteamericano blanco compuso una novela sobre esclavos negros, impostando su voz. La novela resultó en un fracaso: un escritor puede escribir sobre cualquier tema, pero no impostar cualquier voz y pretender que la reconozcan como auténtica. Una de las consecuencias de admitir nuestras imposibilidades es el seudónimo. Después está, también está, lo otro: la experiencia de la violencia, de la exclusión, por el motivo que sea, que es una experiencia universal.

—Tus personajes construyen casas, sueños, ¿vos qué construís?

—Más que en el resultado, trato de seguir en el método el ejemplo boliviano: orgullo en el trabajo, orgullo en lo que estás haciendo, en lo que se te ocurrió hacer, en lo que quisiste hacer, en lo que tenías que hacer.


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Betina González y Sergio Di Nucci.

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Instantánea: Sergio Di Nucci


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