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miércoles,
14 de
junio de
2006 |
Reflexiones
El perdón que Borges no pidió
Jack Benoliel
¿Por qué Borges tenía que habernos pedido perdón? Por no haber dejado la posibilidad que alguien lo supere. Acaso, nosotros deberíamos haberle pedido perdón a él. ¿Por qué? Porque casi se ha generalizado, especialmente fuera de nuestro país, una lamentable omisión. Se hace referencia escasa a la argentinidad de Borges; alúdese a él, accidentalmente, como al "escritor argentino" o al "escritor bonaerense" y los críticos suelen insistir en torno a su más que europeísmo, universalismo. Pensamos que la extensión ecuménica en el tiempo y en el espacio de la obra borgiana justifica esas alusiones, pero no el silencio que se guarda en lo fundamental: su arraigada veta argentina.
¿Por qué suele callarse ésta? Por inadvertencia, por negación, por incomprensión, lo que podría tolerarse cuando los lectores y comentaristas no forman parte de ese complejo de la vasta comunidad de la lengua y el sentir hispánicos. No obstante, lo argentino dista en Borges de ser un accidente; es una mitología y es un alimento; forma parte de su mundo mental. La riqueza cultural y humanista de Borges lo lleva a centrar su atención en sus ricas invocaciones a Colaridge, a Homero, a Quevedo, a Dante, a Chiang-Tzú, a Kafka, a Petronio, a Chésterton o a Shakespeare, que termina perdiendo de vista uno de los fondos primeros del escritor: su argentinidad irrenunciable.
Es destacable la reciprocidad y dependencia que en la obra de un escritor como Borges hallan los de afuera y los de casa. Con todo, ese juicio a ultranza del europeísmo y al universalismo borgianos no pasa de ser una limitación.
Como homenaje a Jorge Francisco Isidoro Luis Borges -este es su nombre real-, al cumplirse veinte años de su muerte, tratemos de demostrar la subida argentinidad de Borges. En "Tamaño de mi esperanza", libro que escribiera en el año 1926, dice: "A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están siempre en Europa". En "El hombre de la esquina rosada", Borges llega a asumir el lenguaje de los malevos de Buenos Aires, refiere a una mitología de puñales. "La ciudad está en mí como un poema, que no he logrado detener en las palabras", ha escrito Borges en "Fervor de Buenos Aires", o en "Luna de enfrente": "No he mirado los ríos, ni la mar, ni la sierra, pero intimó conmigo la luz, de Buenos Aires, y yo amaso los versos de mi vida y mi muerte, con esa luz de calle". En tanto que "Sur", "El fin" o "Tadeo Isidoro Cruz", con personajes extraídos del Martín Fierro, son una apasionada suscitación del campo argentino, de la incansable pampa. Otras veces, la honda argentinidad de Borges destella pronto en la cuchillada de una metáfora, el recuerdo de los muelles bonaerenses o la reminiscencia infantil de la ciudad antigua, con sus verjas, sus portones, sus patios, bajo la luz del día o de las estrellas.
En "La trama", un gaucho apuñalado es Cesar muriendo en el senado; en el Zahir, las calles, callejones y tabernas de Buenos Aires asisten al terror del hombre obsesionado por la moneda inolvidable; "El Aleph", al tiempo que un formidable relato mágico desplaza un acentuado regusto bonaerense y retrata tipos y situaciones particulares de la vida y la sociedad literaria porteñas; en "El cautivo", a la patética interrogación final antecede una historia de indios, asaltos, vastas estancias y distancias del campo argentino; en "Diálogo de muertos" hablan a las puertas del infierno dos tiranos de la historia argentina; la meditación de Martín Fierro proclama la eternidad del anónimo personaje de Hernández y de Hernández mismo. Pero a nuestro entender, "Funes el memorioso" es el más radiante ejemplo de la aleación a que nos estamos refiriendo; testimonio del mundo y de los hechos. Funes, el inválido peón del campo argentino, es un espejo del tiempo y la memoria. El campo y la vida rural argentinos, la figura misma de Funes, son sendos elementos geniales y básicos de su cuento siempre vigente.
Por lo demás, hay también una argentinidad involuntaria, en estado puro, esa que surge como un torrente en la ejemplificación de Barrancas, el pueblecito de "Nueva refutación del tiempo", que se manifiesta en "Los espejos velados", que se esboza en la innominada ciudad -Buenos Aires- de "La muerte y la brújula", que centellea en los libros "Discusión" y "Otras inquisiciones", y también en "El hacedor".
Todo lo expuesto, en homenaje al hombre que nos dejó hace 20 años, nos induce a afirmar que lo argentino es un camino en Borges, transitado con erudición, elegancia, profundidad, belleza. De fronteras afuera y de fronteras adentro.
Hemos hablado más de su obra que de su muerte. Es que su obra vive y vivirá por siempre. Cuando a Marco Denevi se le dijo: "Murió Borges", respondió: "¿Alguien me puede decir que se apagó para siempre el matiz pardo de los atardeceres de barrio? Sin embargo se me está diciendo que se ha borrado para siempre la figura de Borges...¿No es igual...?". Y cuando muere su gran amigo, el poeta Francisco Luis Bernardez, Borges escribió: "Ya cumplida la cifras de los pasos que le fue dado andar sobre la tierra, digo que has muerto. Yo también he muerto....". En 1986, un día como hoy le alcanzó a él, la triste verdad anticipada.
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