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 miércoles, 17 de mayo de 2006  
Editorial:
El narcotráfico en Sudamérica

La ola de violencia feroz que tuvo como protagonista al crimen organizado en Brasil, sólo porque las autoridades decidieron la transferencia de algunos de los líderes de las bandas a prisiones de máxima seguridad, es un suceso prácticamente inédito en Sudamérica. Y es también, sin lugar a dudas, un llamado de atención no sólo para el gobierno y la sociedad del vecino país, sino para todas aquellas naciones donde las críticas condiciones sociales suponen un ambiente fértil para el crecimiento de las organizaciones delictivas.

La virulencia de las acciones en la ciudad de San Pablo dejó un saldo de decenas de policías y civiles muertos y destrozos de magnitud en edificios públicos, policiales, viviendas y vehículos. Todo ello en virtud de que las autoridades decidieron trasladar a los jefes de las bandas a cárceles de máxima seguridad. El lamentable episodio supone un preocupante antecedente si el gobierno de Inacio Lula Da Silva no muestra el debido poder e impone el razonable respeto a elementales normas de seguridad. Permitir la impunidad de actos de semejante naturaleza, determinará que estas actitudes coactivas se propaguen no sólo en Brasil, sino en otros países de Sudamérica.

En nuestro país, como es de público conocimiento, la situación en materia de delitos contra la propiedad y el tráfico de drogas es delicada e intranquiliza. Si bien es cierto que la zona más castigada es el conurbano bonaerense, no se puede dejar de considerar no sólo el incremento de la cantidad de delitos en todo el país, sino las actitudes a veces rayanas con la atrocidad por parte de los delincuentes. No sólo se atenta contra los bienes de las personas, sino contra la propia vida. Y con mucha frecuencia, ese desprecio, ese atentado contra la vida no se fundamenta en ninguna acción por parte de la víctima.

En ámbitos policiales y judiciales, por otra parte, ha comenzado a tomar cuerpo la idea de que ciertos territorios, sedes de bandas y delincuentes, son infranqueables incluso para la propia policía. Y hasta hay abogados penalistas que aseguran que en ciertos casos el atreverse a incursionar en zonas donde tienen asiento ciertas organizaciones delictivas, con el propósito de poner en funcionamiento lo que determinan las normas legales, supone la inmediata y peligrosa reacción del bajo mundo.

El fenómeno del auge de la delincuencia y los métodos aplicados por ella para lograr impunidad, tornan necesario que se adopten medidas urgentes para impedir que este preocupante suceso social siga creciendo. Pero las medidas no pueden estar sujetas a una mera y mayor intervención del sistema penal, que a esta altura de las circunstancias ha sido sobrepasado. Parece inútil, además, con miras a morigerar la cuestión delictiva, el debate entre aquellos que sustentan los principios garantistas o los que exigen mayor rigor punitivo. Todo indica que ninguna de las dos corrientes de pensamiento podrá solucionarse un problema que es de estricto orden económico y cultural.

Aun cuando es ciertamente importante que el sistema penal en su conjunto se torne más eficiente y eficaz, no tiene ni tendrá en sus manos, "per se", las herramientas para satisfacer la demanda de paz que exige la sociedad. Esta paz, y en ello coinciden todos los juristas y pensadores del derecho, deben asegurarla primeramente los líderes sociales del ámbito público y privado mediante el retorno a un escenario social donde todas las personas posean los derechos básicos satisfechos, y donde el respeto por normas de convivencia fundamentales no sean soslayadas. Sin lugar a dudas, una contundente campaña tendiente a desmantelar el narcotráfico en todo el continente Sudamericano contribuirá a atenuar el delito. De lo contrario, éste seguirá proliferando y en su avidez por gozar cada vez de mayor impunidad, hechos como los sucedidos en Brasil se reiterarán en el tiempo y en el espacio.
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